Reseña
Viaje alrededor del mundo
Anson, George
Viaje alrededor del mundo (1740-1744)
Ed. de José María Sánchez Molledo
Sevilla, Ediciones Espuela de Plata,
Colección Viajeros por América, 10
2014
376 pp.
Durante mucho tiempo lamenté no haber comprado, cuando pude, uno de los libros sobre Teoría de la Cultura de Luis María Anson, El grito de Oriente (Madrid, Revista de Occidente, 1965). Cierto es que esta disciplina, a la que se han dado tantos españoles de nuestro siglo de forma tan discreta, y no lo digo por razonable, sino por casi invisible, no suele ofrecer cosas demasiado interesantes, por falta de fuentes originales. Desde Granada, Eugenio d’Ors clamará, tanto en su discurso La resurrección de Juliano el Apóstata como en su libro La Ciencia de la Cultura, contra la reivindicación de otras culturas hecha por Leo Frobenius, contra el nacionalismo de Charles Maurras (objeto también de un libro de Luis María Anson) y contra todo lo que, según él mismo, sea exotérico en lugar de ecuménico. Guillermo Díaz-Plaja, autor de Ensayos sobre comunicación cultural (Madrid, Espasa-Calpe, 1984) veía la postura de Eugenio d’Ors como una limitación frente a la curiosidad creativa orteguiana (Guillermo Díaz-Plaja, China en su laberinto, Barcelona, Plaza y Janés, 1979, pp. 24-25). Pero también la otra postura que usa a Granada como símbolo de frontera, en su caso horizonte de confluencia, la de Rodolfo Gil Torres-Benumeya (Ni Oriente, ni Occidente: el universo visto desde el Albayzín, admirablemente editado por el Prof. José Antonio González Alcantud, Granada, Universidad, 1996) está muy lejos de una perspectiva global y universalista: ni siquiera apura todo lo que esas dos solas palabras, Oriente y Occidente, pueden valer.
Sin embargo, pensé que Luis María Anson, que reivindica la ausencia de tilde en su apellido, con el fin único, entendemos, de tender lazos con el almirante George Anson, I Barón de Anson (1697-1762), bebería de fuentes más ricas y variadas, y estaría en contacto con la curiosidad universal del ilustre circunnavegador del globo cuyo apellido se esforzaba en remedar. Afortunadamente, no compré el libro, porque no contiene nada de eso, y, además, hoy la editorial Espuela de Plata, en su espumeante colección Viajeros por América, pone en mis manos la historia, íntegra e ilustrada, de la navegación del almirante británico.
Es un libro tremendamente bien escrito y estructurado, que sabe dejar las cosas en su justo punto para seguir interesando al lector, que sabe hacer digresiones y que introduce historias ajenas a la trama y descripciones a modo de guía para quienes sigan los pasos del almirante sin perder la forma de narración que pueda ser admirada por el gran público. Porque, claro, es una obra preparada para tal menester. En realidad, a pesar de lo que figura en la portada, la autoría no es del propio Anson, sino de su capellán Richard Walter, si bien bajo la dirección del almirante, a diferencia de la de la del padre del poeta Lord Byron, que fue traducida en Santiago de Chile por José Valenzuela en 1901. También nos quedan los diarios de otros participantes de la expedición, Mitchell, Saumarez, Millechamp y Thomas, aparte del apócrifo Philips. Pero, a pesar del valor extraordinario de estas obras, especialmente de la de Byron y Thomas, es la tenida por oficial la que más ha atraído la atención, y la que ha sido objeto de traducciones al español, concretamente las de José Antonio de Aguirre y la de Lorenzo de Alemany, de 1833. No se añade la que tenemos entre manos porque, aunque no lo indique la cubierta, no es sino la traducción de 1833.
Es una práctica frecuente en las editoriales el recuperar traducciones antiguas, pero lamentablemente es también práctica frecuente callarlo, y sólo al paladearlas percibimos, con agradable sorpresa, el regusto exquisito del castellano del Padre Bartolomé Pou, en la edición de Los nueve libros de la Historia de Edaf, o de José Mor, en el Gibbon de Turner, por poner sólo dos ejemplos. Sin embargo, hay que reconocer que Alemany dista mucho de la calidad de estos traductores más o menos contemporáneos. El editor, José María Sánchez Molledo, promete actualizar y corregir el texto, pero no nos consta que lo haga. En un principio, un somero cotejo nos haría pensar que el texto ha sido simplemente escaneado: se mantienen las erratas Saint-Albaus por St. Albans, e incluso el Mitche por Mitchell de las pp. 165 y 169 de la edición de 1833. Sin embargo, se añaden nuevas erratas: en la página 26 de la edición de 1833, la escuadra atraviesa peligros, mientras que en la página 37 de la edición de Espuela de Plata, atraviesa pelitos, dando un giro inesperadamente erótico a la expedición. Tampoco la puntuación mejora mucho ni se diferencia demasiado de la de la introducción.
Sí están, sin embargo, en la edición original, unos diminutivos que hubiera estado bien que el editor corrigiera, ya que dan la impresión de que el traductor haya perdido repentinamente medio cerebro. En la página 150 de la edición de 1833 comienza una apabullante cascada de estas infamias cursilonas, conservada en la nueva edición. Ya mal está que traduzca el original vallies por vallecitos, porque no suena igual en español y parece que el honorable almirante se haya convertido en Ned Flanders. Pero es imperdonable que, tras la matraca que se nos da con las cascaditas y la praderita, Alemany vierta two streams of crystal water como dos arroyos grandecitos. En todo caso, demuestra el respeto que se ha tenido a la obra de este olvidable traductor.
Afortunadamente, y en esto sí lleva razón el editor, se han añadido grabados de inmenso valor artístico que justifican por sí solos la compra del volumen, y que hacen la lectura tan placentera como instructiva. Uno de mis favoritos es el de los leones marinos, cercano a la debacle de los diminutivos (rebañitos, etc.: de los leones marinos se dice que tienen el pelo cortito). “Para ver cuánta sangre echarían, matamos uno a tiros, y vimos que además de la que le quedaba en las venas, habría llenado dos barricas de sangre”; “los machos que tienen como una trompa muy gorda que cuelga”; “las hembras no tienen esta trompa”. Estos cortos extractos resumen y muestran muy a las claras uno de los mayores intereses de esta obra, que es el científico y descriptivo. El libro no deja de dar informaciones útiles a quienes quieran visitar hoy día los parajes censados en él.
Sin embargo, como historia de calamidades propias y ajenas es también impagable, ya desde el principio del viaje, formado casi exclusivamente por tripulación que, de ser Napoleón Bonaparte quien la comandara, y de no ponérsele trabas como se le pusieron en Jafa, habría sido eutanasiada sin contemplaciones. Afortunadamente, y aparte de que era lo que había y que no tenía otra cosa, el almirante Anson era un hombre de notable humanidad, y el relato de Walter está siempre presto a la admiración o, en todo caso, la comprensión de otros hombres, algo que no es de desdeñar en el hecho de que influyera en Rousseau, quien hace que aparezca en su Julia, o la nueva Eloísa. Esta admiración, en algunas partes del relato, está tomada de los españoles, en especial hacia los indios pampas, de los que nos llega el nombre de un héroe extraordinario por lo extraordinario de su intento, Orellana.
El libro está lleno de, si no enjundiosas, sí profundas observaciones sobre la conducta humana, y de valiosos retratos y representaciones de varias conductas, y esto debe ser apreciado por el lector, quien no puede engañarse como le pasará si usa la Isla de Juan Fernández como piedra de toque. En esta, que es la de Selkirk y, por tanto, la de Robinson Crusoë, tuvo lugar el hallazgo de la huella de Viernes, enarbolada por Lacan en su Seminario (concretamente, en Les Psychoses, 1955-1956) como símbolo de la alteridad o la otredad, conceptos que tanta fuerza cobrarían después. Las observaciones de Lacan estaban muy bien, y es evidente que a Julián Marías le hubiera gustado hacerlas él mismo. Como español, sin embargo, hace lo que puede, y recurriendo a las fuentes originales de las que hablábamos al principio de nuestro comentario, logra, a base de pura historia, hacer algo de filosofía complementaria a Lacan (sin citarlo) en «Robinson Crusoe y Pedro Serrano», Ínsula, nº 131, octubre de 1957. Anson no imita a Pedro Serrano ni al ficticio Robinson Crusoë, y tampoco al indio mosquito llamado William por Dampier, a quien Alemany, trabucando el sintagma a Musquito Indian transforma en un moscovita indiano, en otra de sus muchas chapuzas. Anson se limita a imitar a Selkirk en cortarles las orejas a las cabras que hay por allí. Porque los viajes de Anson son un modelo de caballerosidad y relaciones humanas, pero su humanismo, como el animalismo de Hitler, parece ir en relación de proporcionalidad inversa con la sensibilidad hacia otros seres vivos, si bien Walter no deja de meter escenas idílicas y bucólicas palpitantes de sentimiento por la naturaleza cuando puede, aunque sin abusar.
El libro, en suma, es animado y valioso por sí mismo, y no sólo por ser un cromo más de una ilustre y exclusiva colección de relatos de vueltas al mundo en la que no ocupa, desde luego, un lugar irrelevante. Debe guardarse con toda veneración, y con sus ilustraciones, entre los de Antonio Pigafetta, Andrés de Urdaneta, Francis Fletcher, Martín Ignacio de Loyola, Richard Hakluyt, Francesco Carletti, Olivier van Noort, Joris van Spilbergen, Willem Cornelisz Schouten van Hoorn, Jacob l’Hermite y Gheen Huygen Schapenham, Pedro Cubero Sebastián, que da nombre a la Asociación que tengo el honor de presidir, Giovanni Francesco Gemelli Careri, William Ambrosia Cowley, inventor de la inexistente isla de Pepys, que, afortunadamente para su viaje, Anson pretirió en favor de las Falkland (Malvinas, anota racialmente José María Sánchez Molledo), William Dampier, Woodes Rogers, Le Gentil de La Barbinais, George Shelvocke y Jacob Roggeveen, predecesores de Anson, y sin él no podrían entenderse los grandes relatos científicos ilustrados (no sólo en el sentido de Aufklärung, sino de ilustración artística y técnica) de Cook, Bouganville y Malaspina. Tampoco, creemos, las pulcras narraciones literarias de viajes alrededor del mundo, con sus capítulos bien pesados y estructurados, que en España tienen como ejemplar a Vicente Blasco Ibáñez (La vuelta al mundo de un novelista) y Luis Pancorbo (La última vuelta al mundo en 80 días).
Hay, en definitiva, poesía en el libro, una poesía que supo ver Carlyle, que llamó a real Poem in its kind, y que tuvo la sensibilidad suficiente para no admirar en el protagonista sino al próspero y afortunado captor del galeón de Manila: Anson sheds some tincture of heroic beauty over that otherwise altogether hideous puddle of mismanagement, platitude, disaster; and vindicates, in a pathetically potential way, the honour of his poor Nation a little, escribe en su History of Friedrich the Second Called Frederick the Great.
*Prof. Dr. J.M. Bellido Morillas, presidente de la Asociación Pedro Cubero
de Cooperación y Altos Estudios.