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La televisión es fantástica

Las series que nos invadieron

Pepe Trueno

Estimadas amigas/os:

 

La coartada de la primera entrega ya no sirve en esta ocasión. Tras el sublime prólogo del maestro Hernández, esta nueva parte del opúsculo es solo responsabilidad del autor. Lo que implica que el listón está colocado más bajo y, en lugar de un salto de gigante, habrá que dar algo así como un saltito mínimo y amanerado.

 

En esta introducción, el autor se explaya en pseudorecuerdos y divagaciones que no sabe bien si servirán para justificar una lectura completa de la misma. El autor espera que los vilipendios sean tan leves como el texto y, si por casualidad deben tener más enjundia, lo entenderá perfectamente. Es más, disfrutará con los exabruptos dirigidos a su persona y los coleccionará con fruición y cariño, pues quien no tiene enemigos no tiene una vida plena de sensaciones. Y el autor quisiera tener algo así.

 

Bien. Al grano. Todas y todos necesitáis una introducción. Pues aquí tenéis la introducción.

 

Que todo sea satisfactorio.

 

Un cordial saludo,

 

El Autor  

LAS SERIES QUE NOS INVADIERON

 

Las series de televisión forman parte de nuestra vida. A pesar de ello, siempre se las ha menospreciado y considerado como un género menor que, al contrario que el cine, su particular primo de Zumosol, no tiene una entidad narrativa sólida. El presente libro pretende, con toda la modestia posible, refutar tal argumento y apuntar los valores que esta forma de entretenimiento nos ha transmitido a casi todos. ¿O, acaso, la memoria colectiva no demuestra su influencia? No hay más que empezar a hablar sobre antiguas series de TV en cualquier reunión de cuarentones y comienza la diversión. Todos recuerdan los mohines nasales de Samantha en Embrujada, el meñique erecto de los marcianos perseguidos por David Vincent en Los Invasores, los atuendos amacarrados de Huggy Bear en Starsky y Hutch, el zapatófono de Maxwell Smart en Superagente 86 o  los sermones del Maestro Po al pequeño saltamontes en Kung Fu. Hitos que forman parte del bagaje cultural de una generación que creció entre pan con chocolate, juegos del escondite,  cromos de Elgorriaga, misas, cines de verano de sesión doble con una del oeste y otra de Maciste, carreras por la playa y la gloriosa, fascinante televisión.

 

Pero vayamos al grano. Desde que en el año 56 hizo su aparición la TV en nuestro país, la fascinación por el pequeño electrodoméstico ha ido en aumento. Varias generaciones han disfrutado de esta ventanita al exterior, ya sea un exterior real o imaginario.

 

Hoy en día se habla mucho de que la TV es mala, de que la telebasura y todo lo que vomita este aparato –que ocupa el lugar de honor en cualquier hogar que se precie– nos embrutece y nos arroja a una dimensión de inconsciencia. Que hace de nosotros una suerte de autómatas, manejados por mentes superiores, que siempre vuelven a por otra dosis de soma, ya sea en forma de Sálvame, fútbol, telenovelas o reality shows. Pero, utilizando un ejemplo de los redactores de Mondo Brutto, si coges una grapadora, puedes hacer varias cosas con ella. Puedes usarla para elegir varias hojas y mantenerlas unidas, o puedes usarla para graparte un dedo. Si eliges la 2ª opción, no quiere decir que la grapadora sea mala y te hace daño, sino que has hecho un mal uso de la grapadora. Con la TV pasa lo mismo. Si la llenamos de bodrios, podremos decir que hemos hecho un mal uso de ella, pero no que es un invento del maligno. Podemos llenarla con grandes películas en lugar de telefilmes sanguinolentos; de conciertos de calidad en lugar de OT (Operación Truño, en lenguaje coloquial); de espacios divulgativos amenos en lugar de noches de fiesta para seres unineuronales; debates interesantes en lugar de tertulias ululantes; o series excitantes y divertidas en lugar de esas cosas de Lina Morgan y Milikito.

Y ahí es a donde vamos. Las series. Esos tebeos en movimiento que nos hicieron ver las cosas con ojos diferentes; que nos hicieron soñar con mundos lejanos, agentes secretos, brujas, marcianos, superhéroes, robots y toda la parafernalia que ha convertido a los miembros de varias generaciones en unos lunáticos apasionados de los tebeos, la música, las pelis de sci-fi, lo bizarro y todo lo trasgresor. Justamente todas esas cosas que las mentes biempensantes calificarían de tonterías. Lo cual es muy gracioso. Pensemos que los grandes picatostes del régimen reconocieron el poder del pequeño aparato. La treta estaba muy clara. Utilizamos el electrodoméstico para adoctrinar a nuestra plebe. Los saturamos de coros y danzas, Cesta y puntos, otros concursos y La casa de los Martínez, les vamos colando consignas a favor del régimen, de que somos bueeeenos (algo así como los discursos de Sméagol a Frodo) y, de paso, moldeamos su mente para que cuando Paco trascienda sigan afectos a nosotros. Pero realmente no podrían haberse ganado la vida como manipuladores. El Ministerio de Información de la Alemania nazi o, sin ir más lejos, los actuales publicistas, eran mucho más efectivos que aquellas vetustas lumbreras hispanas. Y les salió el tiro por la culata. Los adeptos al régimen ya estaban, de por sí, convencidos. Los opositores hilaban muy fino, y encontraban mensajes incluso donde no los había, con lo que no estaban absolutamente nada receptivos al adoctrinamiento. Y los que podíamos ser adoctrinados nos aburríamos con Danzas de España o Un millón para el mejor, y solo esperábamos el capítulo semanal de Viaje al fondo del mar, Tierra de gigantes o Jim West. Contábamos los minutos. Nos atrincherábamos frente a la pantalla con la merienda y esperábamos. Nuestros ojos brillaban como los de un yuppie en un bar al ver entrar al dealer. Temblábamos como yonkis aproximándose a un poblado marginal. Y, de pronto: Tataraaaaará, tataraaaaará, tatarara tatarara tatarara tatarara tararara. La sintonía. A partir de ahí, el paroxismo. Nos sumergíamos en las profundidades con el Seaview (como nuestro inglés, al igual que ahora, era realmente patético, todos los niños le llamábamos Sirius), viajábamos por el espacio con la Enterprise, dábamos infinitas vueltas en un túnel psicotrópico o nos hundíamos en cabinas telefónicas para entrar en bases secretas. Traspasábamos la pantalla y atrás quedaban esas calles grises del desarrollismo, esos siniestros hombres con gafas negras y bigotillos de fila de hormigas o esos clérigos vociferantes, sórdidos y con sotana que nos producían más desazón que respeto.  Pero, de todas maneras quiero agradecer a esos intrépidos pioneros sus desvelos. Al menos consiguieron que odiáramos el régimen y todo lo que él representaba. Ahora que caigo,   ¿no podría ser que fuesen agentes de la Europa del Este infiltrados en los cuadros de mando de la dictadura y que esa fuese su misión? No sé. Quizás es algo descabellado en vista del retroceso experimentado en las últimas décadas. Es aberrante, pero tener que decir en pleno siglo XXI que la TV de la Dictaplasta y de la Transición era mejor que la actual produce una gran cantidad de escalofríos. De todas maneras, las elucubraciones sociológicas no son el objeto de este libro, no teman. Si les interesa profundizar en la temática, les sugiero que se agencien en cualquier establecimiento del ramo el magnífico ensayo de Ramón de España, La caja de las sorpresas, que desde aquí recomiendo encarecidamente.

Pero a lo que íbamos. Este libro será un recorrido, parcial como todos, por esas series que nos encandilaron en una época en la que nuestro maleable cerebro se dejaba llevar a las estrellas con solo mirar una pantalla.

 

Empezaremos el viaje en los albores del cine. Existía ese precedente de las series que eran los seriales. Películas cortas que se emitían como complemento de la película principal y que tenían una característica común. No ponía FIN al terminar, ponía CONTINUARÁ.

 

Prácticamente todo consistía en colocar al héroe en una situación peligrosa, muy peligrosa, justo al borde de la muerte, sin escapatoria posible, sin solución a la vista, sin esperanza. Y, justo en ese momento, fundir en negro y colocar un escueto cartel: Continuará... Infalible. La chiquillería se quedaba con el corazón en un puño y solo pensaba en volver la semana siguiente para agarrarse a esa ínfima posibilidad de salvación de su héroe. Los guiones, principalmente, se nutrían de los pulps, los comics y los relatos de ciencia-ficción. Toda clase de cosmonautas, superhéroes, encapuchados adiabolados, aventureros e investigadores desfilaban semana tras semana ante los absortos ojos de una pléyade de niños y jóvenes con ganas de emociones. The phantom empire –con Gene Autry–, Flash Gordon, Buck Rogers, Tarzán the Fearless –con Buster Crabbe– o The adventures of Captain Marvel –con Tom Tyler– fueron algunos de los seriales más populares en la década de los 30 y 40, en los que los guionistas dejaban volar la imaginación hasta límites insospechados.

 

Una vez que la TV comenzó a ganar terreno instalándose en todos los hogares, se necesitaba llenarla de productos atractivos que atrajesen las miradas de los televidentes. Y como los programadores no eran especialmente tontos y, además, iban al cine, pronto se dieron cuenta del enorme potencial de estos continuará. No nos engañemos. Los programas, en TV, sólo son espacios para rellenar los tiempos muertos entre bloque publicitario y bloque publicitario. La estrategia era descubrir cómo podían mantener al televidente interesado en su canal para que recibiese los mensajes, nada subliminales, de los patrocinadores y así, estos vendieran sus productos en mayor cantidad y recuperaran sus inversiones, con pingües beneficios. El círculo se cierra.

 

Obviamente en los primeros tiempos de la TV era más fácil, ya que, al no existir el mando a distancia, cambiar de canal implicaba levantarse del sillón, algo que como todos sabemos es arduo y complicado, y el público permanecía fiel a las cadenas de su agrado. Hoy el fenómeno del zapping obliga a los programadores a realizar un mayor esfuerzo mental para que no se caiga en la tentación de utilizar el mandito, de ahí que se acabe recurriendo a la carnaza. Pero nos estamos yendo por las ramas. Retomemos.

 

Lógicamente, el truco de los seriales podía funcionar como anzuelo para que, por lo menos, la próxima semana, a la misma hora y en el mismo canal el telespectador diese de nuevo al botón del aparato y volviera a disfrutar de los mensajes publicitarios entre trozo y trozo de la serie. Pero existía un problema. Si se tomaba al pie de la letra el modelo serial, se corría el peligro de que el guión solo diera para 10 ó 12 entregas. Había que buscar una solución. Así, el lumbreras de turno cayó en la cuenta de que, tomando unos personajes, un leit-motiv y una serie de chistes (o argumentos secundarios) que añadir al cóctel, podían realizarse capítulos y más capítulos y más capítulos. A partir de ahí, solo restaba comerse el mundo.

En los inicios, las series eran básicamente comedias blancas para todos los públicos: I love Lucy o The Honeymooners fueron las más famosas. Pero pronto comenzaron a atisbarse los efectos psicotrópicos del sol de California y, en un tris tras, las televisiones se llenaron de aliens, agentes secretos, detectives, brujas, monstruos, asesinos, científicos locos y toda clase de descerebrados que campaban a su aire a lo alto y ancho de las 625 líneas.

 

Y nació la edad de oro de las teleseries. Sí, todas esas que disfrutamos de pequeños y que han creado a los freakies que somos hoy en día. Embrujada, Alfred Hitchcock presenta..., Mi marciano favorito, Jim West, Misión imposible, Los Vengadores... Y tantas otras que nos hicieron alucinar.

 

Ya en los 70, las series se decantaron más por la “realidad” y, salvo algunos destellos fantásticos, todas se centraron más en historias del tipo de Starsky y Hutch, Los hombres de Harrelson, Colombo, El Santo, Los Persuasores, Baretta o, ya en autóctono, Crónicas de un pueblo o Curro Jiménez.

 

A partir de ahí, prima más la cantidad que la calidad, y los 80 y los 90 se recordarán como años de efímeras y mediocres telecomedias producidas en cantidades industriales, entre las cuales se colaron pequeñas gemas que brillaron con luz propia. Twin Peaks, Expediente X, El Gran Héroe Americano, Babylon 5, El Enano Rojo, Tierra 2 o Star Treak: la nueva generación aportaron la parte creativa en unas décadas en las que arrasaban Falcon Crest, Blossom, Cosas de casa, La hora de Bill Cosby, El Equipo A y otros engendros de igual calaña.

 

Como dije al principio, este modesto escrito pretende ser un somero y personal recorrido por todas esas pequeñas películas que nos aliviaron de la pavorosa existencia de Herta Frankel (y su odiosa perrita Marilyn), Los Chiripitifláuticos (que, aunque algunos los reivindiquen hoy en día, eran realmente vomitivos), o esos poemas, entre naïf y etílicos, que acostumbraba Gloria Fuertes a regalarnos tarde tras tarde en Un globo, dos globos, tres globos...

 

No están todas las que son (usaremos el tópico), pero eso es lo que tiene el no intentar hacer una enciclopedia. Principalmente nos centraremos en series en las que el componente fantástico está presente en mayor o menor medida; primero, porque eran mis favoritas (y las de casi toda la chavalería); segundo, porque han envejecido bastante bien, quizás porque sus creadores las desarrollaban por convicción en lugar de hacerlo por causas eminentemente alimenticias; y tercero, porque la UMA organiza un festival de cine fantástico y, obviamente, es lo más adecuado (no creo que hubiesen aceptado un monográfico de 500 páginas sobre las enseñanzas filosóficas que Heidi y La casa de la pradera han inculcado en las mentes de los jóvenes indies del siglo XXI).

 

Bueno. Tras este ladrillo aburrido y falto de inspiración, vamos a sumergirnos en océanos estelares, dimensiones paralelas, mares profundos, tramas inquietantes y tiempos delirantes.

 

Pasen y vean.

 

Y no se preocupen, que esto... continuará.

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