La televisión es fantástica
El camarero con tres ojos
Pepe Trueno
Julián Hernández
El alcohol es malo. Muy malo. Eso lo sabéis todos vosotros sin que un mindundi como yo os lo diga. Solo intentad recordar esos momentos de la noche anterior que sois incapaces de fijar en vuestra mente, pero que tenéis la certeza que han sido vergonzosos, y veréis que llevo razón. A pesar de todo, nunca dejamos de tropezar en la misma piedra.
Y todo esto viene a cuento de un gracioso sucedido que me ha ocurrido en estos días.
Las reuniones con otros congéneres alrededor de una mesa llena de bebidas espirituosas conlleva múltiples risas, iniciativas poco viables, exaltaciones de la amistad y, finalmente, pérdida parcial de las capacidades motoras y cognitivas.
Al día siguiente, tras despertar en el suelo del salón, completamente desnudo y con restos de pizza por todo el cuerpo, recibes un extraño mensaje en tu teléfono (levemente inteligente) que has rescatado del interior del frigorífico. Te insta a que entregues el texto que te comprometiste a escribir. También dice algo sobre una croqueta. Pero no recuerdas haber comido nada de eso y lo achacas a las lamentables condiciones en las que se encuentra tu interlocutor. Casi tan malas como las tuyas.
Tras unos infructuosos intentos de recordar algo de la noche anterior, y varios intercambios de mensajes con el celular, te enteras de que, sobre el décimo segundo gin tónic, te comprometiste a escribir en una de las secciones de una exquisita página web que los allí reunidos estaban poniendo en marcha, y que responde al nombre de La Croqueta. Ya no tienes escapatoria. La has defecado bien defecada.
Al cabo de un par de penosas conversaciones, Don Camilo –que, utilizando sus grandes dotes persuasivas y lanzando un par de ofertas “que no podrás rechazar”, te ha convencido a regañadientes– propone la publicación por entregas de un opúsculo que escribiste hace tiempo. Entre las entregas se intercalarán sesudos peñazos sobre temas banales y reflexiones, más bien obtusas, sobre cualquier chorrada. Después de aceptar, te das cuenta que te encuentras como pez fuera del agua. Pero ya no hay vuelta atrás. De nuevo la has defecado bien defecada.
Así que, a lo hecho, pecho. Y comenzamos este “croqueto” periplo con la introducción que el enorme Julián Hernández escribió para dicho opúsculo, titulado La televisión es fantástica. Al menos la primera entrega tendrá una calidad paralela al del resto de los autores. Después, ya se verá.
Prólogo.- El camarero con tres ojos
El siglo XX empezó a terminarse mucho antes de la llegada del XXI. La Edad de Oro de la Cultura Popular Universal surgida después de la II Guerra Mundial se desvaneció a partir de los ochenta: los superhéroes de los comics se hicieron adultos con problemas existenciales, se abandonó la serie B como concepto estético sin abandonar las películas de bajo presupuesto, el rock murió con Kurt Cobain y las series de televisión dieron paso a los culebrones latinoamericanos. El fin de la ingenuidad dio paso a la tremenda época de vulgaridad que vivimos. No quisiera —ni tampoco lo pretende Pepe Trueno— caer en la nostalgia estéril de abuelo Cebolleta ni llorar diciendo que cualquier tiempo pasado fue mejor y nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar y bla, bla, bla. Es un sentimiento ese —la nostalgia— que siempre me ha parecido reaccionario y poco creativo. Por eso la fascinación por los seriales clásicos de TV creo que entra más dentro del terreno de la mitomanía apasionada y aglutinadora de comunidades fanatizadas, sesudos estudiosos y coleccionistas compulsivos. Es un ejercicio vivo y edificante que, como los huevos Kinder, proporciona una triple satisfacción: el placer del visionado de lo nunca visto, el placer de la revisión de lo archiconocido y el placer de la búsqueda de lo desconocido. ¿Alguien da más?
El musicólogo gallego Jesús Bal y Gay decía que sólo había una cosa mejor que la música y es hablar de música. Lo mismo pasa con las series de TV: casi tan importante es verlas como hablar de ellas con otras almas gemelas. Antonio Blanco, llorado director del clásico La matanza caníbal de los gárrulos lisérgicos, escribía: “La reunión más aburrida, la conversación menos animada y el personal más autista... Todo se anima cuando alguien saca el tema de las viejas series de TV”. Verdad gorda como un templo perfectamente comprobable en cualquier circunstancia. Estamos hablando de un territorio común que comparte muchísima gente y que ya vive instalado en nuestro código genético. Digamos también que ese territorio presenta distintos paisajes según la idiosincrasia, las condiciones sociopolíticas o la procedencia cultural de los infectados. Ahora la televisión digital e Internet permiten el acceso a TODO lo que tenga que ver con esta extraña afición; antes vivíamos debajo de un cedazo que filtraba de forma involuntariamente aleatoria lo que llegaba a nuestros atónitos ojos y perplejas orejas. El caso español es singular: una sola televisión pública —que llegó tarde, mal y arrastras al cuartel en que soñó convertir España el general Franco— sesgó la producción mayoritariamente anglosajona que otras generaciones de televidentes occidentales disfrutaban. Los que ya tenemos unos añitos vimos en blanco y negro y en su momento algunas joyas y algún que otro tostón, pero se nos ponían los dientes largos con las noticias que llegaban de fuera. Mi abuelo Marcial, que en la gloria esté, me enviaba desde Buenos Aires (la mayor ciudad gallega del mundo) la revista infantil y juvenil Anteojito, en la que aparecían anuncios que me hacían envidiar hasta la apoplejía a los niños argentinos: “¡Las aventuras de Batman en el Canal 13! Todos los martes y jueves a las 18.30. ¡No se lo pueden perder, niños!”. Bueno, o algo así, que la memoria es frágil. Pero no me lo podía creer. ¡Batman tenía una serie de TV! ¡Y en Argentina había por lo menos trece canales de televisión! A los pobres niños que leíamos las aventuras del Hombre Murciélago en Editorial Novaro se nos negaba la imprescindible necesidad básica de ver a nuestro héroe en la tele. Una acusación más —y nada baladí— que añadir a la lista de delitos contra los derechos humanos perpetrados por el Régimen... (Años más tarde los analistas e historiadores de los medios de comunicación de la época me daban la explicación: nada de tipos con leotardos y poderes extraordinarios para la juventud porque sólo Jesucristo podía hacer milagros. No me vale la excusa: Bruce Wayne era un hombre normal; millonario y vengador nocturno, eso sí, pero sin superpoderes como para convertir el agua en vino).
Yo, señor, pertenezco a la generación que vio llegar la televisión a los hogares en plena infancia. Como en muchas otras familias, era mi otro abuelo, el que vivía en Vigo y Dios haya acogido en su seno, el primero en tener un aparato PYE que reunía a padres, tías, sobrinos, primas, nietos y demás familia cuando el tiempo no lo impedía y la autoridad lo permitía. El primer recuerdo que tengo es la visión de un hombre con tres brazos (posiblemente procedente de otro planeta) manejando con soltura una botella, un vaso y un cigarrillo a la vez. Lejos de asombrarse, el camarero se levantaba el gorrito y descubría un tercer ojo en el centro de su frente. Era, evidentemente, un episodio clásico de Los límites de la realidad que jamás he vuelto a ver y que a lo mejor he distorsionado con el paso del tiempo —cosa que me tiene sin cuidado, por otra parte. Aquello fue sólo el principio. Más tarde mis padres compraron su propio PYE, con la consiguiente desintegración de la familia reunida alrededor del patriarca. A partir de ese momento llegó la avalancha. Con la salvedad del horario (“¡Niño, a la cama que es tarde!”) pude ver las series que los programadores de TVE consideraban aptas para los españoles: El túnel del tiempo, Bonanza, Los Invasores, Viaje al fondo del mar, Guardianes del espacio, El Capitán Escarlata (estas dos últimas de marionetas pero maravillosas), Embrujada, Superagente 86, Los vengadores o Jim West desfilaron por aquella pantalla convexa que a veces fallaba en la recepción como una escopeta de feria porque el poste de repetición del monte Jaján, enfrente de la ría, se estropeaba en el momento más inoportuno. Otras series se me quedaron en el tintero, probablemente por culpa de ese maldito horario nocturno. Tenía compañeros de clase con padres más permisivos y que hablaban de El fugitivo, Los intocables o Misión imposible. Claro que ojos que no ven, corazón que no siente y, por lo que contaban, el caso no era tan grave como lo de Batman. Además había un niño menos afortunado que yo al que sus padres no le compraban la tele porque era mala para sus estudios (tenían razón: ahora el angelito es neurocirujano en Seattle).
Empezaron a pasar los años (¡cada vez más rápido!) y fueron apareciendo cosas como Columbo, Kojak, McMillan y señora, Las calles de San Francisco, Starsky y Hutch o Cannon. ¡Todos eran policías o similares! ¿Era acaso el amanecer del estado policial global que vivimos ahora? El realismo de los setenta enterraba los delirios de los sesenta. Además le empezamos a ver las orejas al lobo: La casa de la pradera, Vacaciones en el mar o Los Ángeles de Charlie. Ya se mascaba el principio del fin. Y pueden ustedes poner sobre la mesa todas las excepciones que confirmen la regla —Taxi, Hill Street Blues, Cheers o Miami Vice (¡en la que llegó a salir Frank Zappa!)— pero la llegada de los ochenta fue terrible. Dos megahits, Dallas y Dinastía, fueron culpables del culto al dinero que a finales de los ochenta llevó al ministro socialista Solchaga a afirmar que en España cualquiera podía hacerse rico y a Mario Conde a navegar con el rey. Una demostración más del poder infinito de las series de ficción...
El Dios de la Televisión no podía ser tan injusto con su rebaño: tenía que haber una tabla de salvación para tanto desastre y se nos apareció en forma de televisiones autonómicas que —aparte de la basura de la época— recuperaron, repusieron y estrenaron auténticas joyas. El tango miente: veinte años es mucho. Cuando ya habíamos dado por perdida una parte de nuestra infancia apareció... (¡tachán!): ¡BATMAN! El Home Morcego que había conquistado la Pampa llegaba a Galicia hablando gallego —y pillándonos con veintisiete en vez de siete años— para salvar en el último momento nuestras almas del caos y el aburrimiento. ¿Qué quieren que les diga? No hubo palabras... Y a partir de ese momento fue la Reposición, el equivalente a la Segunda Venida de Cristo para los católicos, la que salvó al género humano. Era un arma de doble filo, claro, porque los programadores aprendieron a torturarnos con la repetición ad nauseam de Verano azul, por poner sólo un ejemplo. Pero ya no podían engañarnos otra vez. Las citadas autonómicas, las privadas, los satélites, las ediciones en video: todo eso abrió un mundo de posibilidades. A veces eran novedades, como el oasis inglés de La Víbora Negra o The Young Ones; otras eran antiguas ambrosías caídas del cielo, como Los Vengadores o Columbo... Aprendimos a distinguir, entre la basura que nos tragábamos por rutina, aquellos diamantes ya escasos de los noventa como Twin Peaks o Expediente X. Compramos libros y discos que compartimos con esas almas gemelas que fuimos conociendo en la sufrida travesía de la vida, en el desierto de la Transición Española, ante el desprecio de la intelectualidad progre y la indiferencia analfabeta de la derecha, huyendo de Quintos Centenarios y Olimpiadas, aportando granitos de arena como si fuéramos unos snipers despistados en Hiroshima. Corregimos las desviaciones, distorsiones y desgastes del tiempo: “¡Caramba, Los Invasores no era para tanto...!” “¡Pues ni se te ocurra ver Los hombres de Harrelson...!” “¡Emma Peel: un icono, una diosa, la cosa más sexy del mundo...!” “¡A ver si alguien compra los derechos de Jim West...!” “Bueno, te dejo, que a las tres ponen Columbo...”. Nos gastamos auténticas fortunas en camisetas, muñequitos, chapas y posters desequilibrando nuestros presupuestos pero dando paz a nuestras almas...
¿Y ahora qué? El siglo XXI ya ha enseñado los dientes. Es el Fin de la Modernidad. Tenemos ordenadores, Internet y televisiones a la carta. Lo que antes había que buscar desesperadamente en viajes al extranjero, propios o ajenos, ahora está a la vuelta de la esquina o en Google, que viene siendo lo mismo. La avalancha de Obras-Completas-Remasterizadas-Con-Extras en DVD amenaza con llevarnos a la ruina definitiva. El exceso de información es censura porque los árboles no dejan ver el bosque a los incautos, pero para eso está este libro de Pepe Trueno: los datos ya los tenemos, ahora hace falta gente que nos guíe por el proceloso océano multimedia. Es el oficio del futuro: sherpas con criterio, información y sabiduría que nos lleven hasta el techo del mundo catódico. Pepe Tensing Trueno ya está en ello.
¿Conseguirán Batman y Robin sobrevivir a la mortífera trampa del Joker? La respuesta en el próximo programa, a la misma hora, en el mismo canal. ¡Na-na-na-na-na-na-na-na-na-na-na-na-na-na-na-na-na-na-na-na-na-na-na-na...! ¡BATMAAAN...!