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Cretineces

Una familia

Anxo F. Couceiro

Margarita M. acababa de sacar las galletas espolvoreadas con cacao y virutas de vainilla del horno cuando oyó sonar el teléfono al otro lado de la casa. Después de quitarse las manoplas atravesó apresurada el pasillo y con voz temblorosa contestó al auricular. Era Carlota. Simón y ella llegarían media hora más tarde. Un imprevisto con el coche, dijo. Margarita disculpó a su hija intentando disimular los nervios con voz dulce y lenitiva. No pasa nada, dijo. Esperaremos un poco más, dijo. Madre e hija se despidieron mandándose un beso. Después de colgar el teléfono, Margarita M. liberó un hondo suspiro. Las galletas, pensó. Se van a enfriar las galletas.

 

Salvador S. orinaba sentado en la taza del váter con la puerta del cuarto de baño entreabierta. Vagamente había escuchado sonar el timbre del teléfono, como vagamente había escuchado a su mujer, Marga, al aparato. No pasa nada, esperaremos un poco más… Marga, Marga. Siempre tan Marga. Salvador S. tiró de la cadena, abrió el grifo, se aclaró las manos con agua, se las enjabonó con jabón de miel y acebo, se las volvió a enjuagar, volvió a echarse jabón y, finalmente, se lo quitó de nuevo con agua. Seguidamente se secó con la toalla colgada en el colgador de la derecha (el de la izquierda era de su mujer). «Un beso, sí, un beso», había dicho Marga. Marga y sus besos. Marga. Siempre tan Marga. Salvador salió del baño. Su mujer estaba apoyada en la pared. Le dedicó una mirada de socorro.

 

—Oh, Salvador —dijo Marga—. ¿Qué vamos a hacer, Salvador? ¿Qué podemos hacer?

 

—Tranquilízate, ¿quieres? —contestó su marido mientras se desabrochaba el primer botón de la camisa de franela a cuadros—. Hay que permanecer tranquilos, reaccionar con naturalidad. Al fin y al cabo ésta es una situación de lo más natural, ¿no? Una familia cenando en familia.

 

—No, no. Ese muchacho no es de mi familia.

 

—Por dios, Marga, compórtate. Con esa actitud no llegaremos a ningún lado.

 

En todo momento permanecían separados por la distancia —siete u ocho metros— que había entre el teléfono y la puerta del cuarto de baño. Margarita M. suspiró una vez más.

 

—No sé, Salvador —dijo—. Me preocupa no poder disimular. Va a ser incómodo, caray —era ella mucho de decir “caray”—, y la niña debería darse cuenta.

 

—Debemos respetarla —Salvador S. se abrochó nuevamente el primer botón de su camisa de franela a cuadros—. Carlota ya es mayorcita. Tolerancia, recuerda, tolerancia. Ésa es la palabra.

 

—Sí, ya. Pero sabes tan bien como yo que ese chico… Que ese chico… En fin, lo sabes tan bien como yo.

 

La casa del matrimonio estaba situada a unos tres kilómetros del pueblo («uno de esos pueblos modernos, nuevos, en los que viven matrimonios jóvenes con hijos aún más jóvenes», solía explicar Salvador S.), que a su vez estaba a diez kilómetros de la ciudad. Todo el mundo en el pueblo trabajaba allí, en aquella ciudad gótica, acogedora, de calles anchas, tráfico convulso, cielo espeso, mar, puerto, playas y vendedores ambulantes de cerveza. «Es una ciudad aparatosa», solía decir Salvador, y continuaba: «En el pueblo la gente siempre hace las cosas un poco antes y un poco más rápido porque tienen que ganar tiempo para la vida en la ciudad: salir por la ciudad con los amigos, cenar en la ciudad con la mujer, divertirse en la ciudad con los niños, pero, sobre todo, ir al trabajo a la ciudad con el coche. Es un pueblo dormitorio.» Con todo, y después de dos décadas viviendo ahí, Salvador S. y su mujer habían decidido comprarse una casa en la periferia rural, seis años atrás. La marcha de su hija para compartir un piso de estudiantes en la capital resultó decisiva. Un buen día, el matrimonio se miró a los ojos por encima del periódico matutino, entendiendo que nada tenían que hacer allí. Así se lo contaba Salvador S. a los compañeros de oficina, a su hermana Marisa, a Juan Carlos, a Ricardito —el camarero del bar donde solía tomar café en los descansos de cinco minutos que le concedían en el trabajo—, a Fátima, a David, a Antonio y a Lorena, cuando le preguntaban por el repentino giro que habían dado tanto Margarita como él a sus vidas: «Nos dimos cuenta de lo absurdo que resultaba vivir rodeados de tantos recuerdos, en un ambiente que lo único que nos inspiraba era nostalgia… De repente nos vimos desubicados porque, tras la marcha de Carlota, sentimos que ya habíamos cumplido un ciclo y necesitábamos un cambio.» Su mujer, entre tanto, se limitaba a decir: «Siempre quisimos tener huerta». Marcos Estrada, ex compañero de facultad de Marisa, la hermana de Salvador, les hizo un precio especial con la casa, que en sus treinta y siete hectáreas de terreno, alzada en una pequeña llanura herbácea envuelta en distintas gradaciones de verde oscuro, tenía jardín, huerta y una parra con uvas. Con el dinero que les rebajó Estrada y la paga extraordinaria que los dos recibieron por navidad se compraron un segundo vehículo, un Seat León, para que Margarita pudiera ir todos los días al instituto en el que impartía clases de Geografía e Historia además de ejercer de jefa de estudios. Cuando vivían en el pueblo, y aunque en ocasiones se levantaban a la misma hora e iban juntos en coche —conduciendo siempre Salvador— hasta la ciudad para trabajar, debido a la disparidad de horarios era a Marga a quien le tocaba coger el autobús, que en apenas quince minutos la dejaba a las puertas del centro. Pero la línea de transporte público no contemplaba la nueva situación geográfica del matrimonio, con lo que la adquisición de un nuevo coche parecía la solución más responsable para ambos, aun requiriendo el vehículo un mantenimiento que sumado al de la nueva casa, también exigente, podría acabar generando pérdidas. En un principio esto preocupó seriamente a Salvador, que tan concienzudamente previsor como había sido siempre se dejó asesorar por todo el mundo en primera instancia («cuidado con el dinero», «estáis gastando demasiado») y en última por su conciencia, a quien finalmente hizo caso, como acostumbraba a contar orgulloso de sí mismo: «Huimos de los agoreros porque nuestra ilusión era, al fin y al cabo, lo más importante.» Y así fue. El sueldo de ambos era lo bastante holgado como para permitirles una vida de tranquilidad en aquella casa de piedra con ventanas de cristal ahumado que en invierno se empañaban opaca e irremediablemente, contrapuertas de caoba, suelo de mármol gris, techos de más de cuatro metros de alto con lámparas colgando como insectos de ojos múltiples, escaleras alfombradas, mobiliario austero y habitaciones acabadas en roble. Su vejez sería una vejez pacífica, o sea que bien. Además, como repetía una y otra vez Margarita M. a sus amistades: «Al fin tendremos huerta». Los años fueron pasando y el matrimonio se acostumbró a su nueva vida —que en realidad no era tan nueva—, aburriéndose con la satisfacción que produce el aburrimiento llegada una cierta edad. Su hija, mientras, empezaba la carrera de Derecho para luego abandonarla y licenciarse en Económicas. Regularmente visitaba a sus padres, cenaban y bebían vino. En familia.

 

—Salvador.

—Dime.

—¿Has comido alguna galleta?

—Sí, una.

 

Margarita hablaba desde la cocina; su marido, desde el salón.

 

—¿Acaso no podías esperar?

—Vamos… Sólo ha sido una mísera galletita. —Salvador S. se levantó de su butaca de cuero marrón, dirigiéndose a la cocina. Apoyado en el umbral de la puerta, miró irónico a su mujer y dijo:— ¿Vas a regañarme por una mísera galletita?

 

Por desgracia, ni risa ni contentura ni comprensión asomaban por la faz de Margarita.

 

—Qué calor hace —dijo, y con una servilleta de papel se secó de la frente unas gotitas de sudor.

 

Su marido admiraba las arrugas espontáneas de su rostro, esas arrugas sinceras que le radiografiaban el alma. Era una mujer tan real, tan expresiva. Había sido muy guapa, con sus ojos verdes y su flequillo rubio de universitaria. Todavía conservaba esa belleza, pensaba él, todavía conservaba la vivacidad natural, femenina, representada —por contradictorio que pareciese— en las arrugas que le angulaban el rostro.

 

—Marga, Marga… ¿Por qué no te relajas? —desvió la vista hacia la vitrina donde guardaban el vino—. ¿Quieres que nos sirvamos una copa?

—No seas tonto —protestó Margarita—. No necesito beber nada. Lo que necesito es terminar cuanto antes.

—Pero si ya hemos pasado por esto otras veces —expuso Salvador.

 

Su mujer le miró con ojos helados.

 

—No —dijo—, por esto no. Y no soy de esas madres, dios sabe que no soy de esas madres que se meten en la vida de sus hijas, pero... en fin, es diferente, Salvador. Hemos conocido a otros novios de Carlota. Algunos nos han caído bien y otros no tanto, ¿tengo razón?

—Sí —asintió Salvador—, la tienes.

—Y siempre, siempre la hemos respetado. Pero esto, esto… Esto es diferente.           

—Desde luego —Salvador tragó saliva—, no niego que lo sea. Entiendo que resulte difícil para ti —mantenía ese tono juicioso que le
caracterizaba—, también para mí lo es. Claro que —volvió a tragar saliva— se trata de nuestra hija, y lo que ella elija es lo correcto.

 

Llevaban una semana entera, desde que habían concretado la cena de esa misma noche, manteniendo la misma discusión una y otra vez.

 

—Pensándolo bien, no me vendría nada mal la copa —dijo Margarita M, y en ese momento sonó el timbre. Permanecieron inmóviles, las miradas escarchadas la una sobre la otra.

—Llaman —dijo Salvador, y al segundo de decirlo supo perfectamente que era un anuncio obvio, innecesario y producto de los nervios.

 

Cuando Margarita M. abrió la puerta había más dientes en su rostro que arrugas y que ojos verdes. Afuera llovía, pero poco. Al cerrar su paraguas azul, Carlota se descubrió tras él en compañía de un chico alto de gafas, bizco, mal afeitado, con el cuello ligeramente inclinado hacia la izquierda.

 

—Hola, mamá. Hola, papá. —Salvador S. esperaba en un segundo plano con las manos cruzadas por detrás de la espalda.— Éste —dijo señalando al chico, que sufría inequívocamente de una deficiencia mental— es Simón.

—Hola, Simón —dijo Margarita M. sin perder la sonrisa.

—Ho-ho-ho… —Carlota le pasó con delicadeza la mano por la espalda.— ¡Hola! —dijo al fin.

 

Salvador S. se acercó diligente hacia el muchacho y le extendió la mano.

 

—Bienvenido. Ja, ja, ja —a saber por qué Salvador diría “ja, ja, ja”. Ni él mismo lo sabía.

Simón sonrió. Estaba quieto, aunque tenía la espalda ligeramente arqueada hacia delante. Miraba de frente a Salvador, que continuaba con la mano tendida. Los ojos se le centraron.

 

—En-encantado —balbuceó Simón, agitando con energía descontrolada la mano de su suegro.

 

Salvador S. no se sentía con ánimo como para soportar aquella presión. Sus manos, al igual que el resto de su cuerpo, habían envejecido mal con el paso de los años, y no estaban preparadas para aguantar la desmesurada fuerza de un retrasado mental. «La artritis, mi edad… No, mi mano no está preparada para aguantar la desmesurada fuerza de un retrasado mental», eso pensaba Salvador.

 

—En-encantado de conocerte —insistía Simón, sin dejar de sacudirle la mano.

 

Carlota separó con suavidad a su novio, para alivio de su padre. Se produjo entonces un incómodo silencio que rompió Margarita M. con elocuente bonhomía:

 

—¿Qué, vamos a quedarnos toda la noche en el recibidor? ¿Eh? Ir pasando al salón —Margarita era una mujer culta, pero solía usar mal el

infinitivo—, vamos, sentaos alrededor de la mesa. Cuando nos visita Carlota, normalmente cenamos fuera, ¿sabes, Simón?, en el jardín o en el porche, y nosotros, Salvador y yo, quiero decir, solemos hacerlo en la cocina, por lo que hacía bastantes meses que no poníamos la mesa en el comedor del salón, pero con este clima es evidente que no vamos a hacerlo fuera, en el jardín, ¿verdad? —visiblemente nerviosa, improvisó unas cuantas carcajadas—. Bueno, bueno, ir pasando —de nuevo, el infinitivo—, que yo traeré algo para picar de la cocina.

 

La semana pasada, Salvador S. había ido a ver a su hermana al pueblo, que cada vez era menos un pueblo y más una ciudad pequeña, como solía recordar delante de Inés, su hermana, y Juan Carlos, su cuñado:

 

—Es algo que me fascina: cómo este pueblo ha ido creciendo y cobrando vida propia. Nunca dejará de sorprenderme.

 

En realidad, el tema no era tanto una fascinación personal de Salvador como un recurso al que se agarraba para tener algo de qué hablar durante las gélidas visitas que hacía a su hermana por mero compromiso. Nada más salir de casa de Inés y Juan Carlos se dirigió a la frutería donde antaño solía hacer la compra semanal de fruta. Salvador se moría de ganas de comer una buena naranja, o quizás una mandarina. Caprichito, pensó. Tras aparcar el coche una manzana más adelante, caminó hasta la tienda. Fue entonces, al abrir la puerta y alimentarse del olor tropical cuando vio a su hija Carlota de la mano de un chico alto de frente interminable que parecía, a su juicio, un algo subnormal.

 

—¿Qué haces aquí? —preguntó Carlota.

—Eso digo yo —exclamó Salvador con una delgada aunque extensa sonrisa—. Yo vengo de visitar a tus tíos, ya sabes… —se le enrojecieron tímidamente las mejillas—.  Y bien, di, ¿qué estás haciendo en el pueblo?, y sobre todo, ¿qué estás haciendo en la frutería de María José? —volvió a sonreír.

—Siempre me gustaron las mandarinas que había en casa…

—Sí —dijo su padre con entusiasmo nostálgico—. Las devorabas a pares.

 

Salvador miró con ojos escrutadores al chico subnormal (no le gustaba usar esa palabra, pero en fin), que paseaba su estrabismo por entre las peras de oferta. Carlota entendió el gesto y reaccionó como buenamente pudo:

 

—Papá, te presento a Simón. Es mi novio.

 

Cuando ese mismo día Salvador S. llegó a casa lo primero que hizo fue beber. Estaba siendo un cliché, lo sabía, pero necesitaba beber. Su mujer le observaba perpleja rellenarse por tercera vez consecutiva la copa de vino. Arrancando la voz después de un último trago como si de un motor viejo se tratase, Salvador S., con la vista clavada en la etiqueta de la botella, dijo:

 

—El sábado viene la niña a cenar. Puede ser una buena ocasión para preparar esa receta de cordero de la que me habías hablado.

 

Para Margarita S. la semana había pasado con lentitud. No podía hacerse a la idea de que su hija fuera a cenar el sábado con ellos agarrada del brazo de un subnormal (a ella tampoco le gustaba la palabra, pero es de esas palabras, claro, que a veces se escapan). Sabía que para Carlota no era agradable presentar a sus novios, sabía que para ella era una tradición obsoleta, un rollo carca, le había escuchado decir en cierta ocasión. Bien. Aunque no opinaba de igual forma, respetaba a su hija. Seguramente tenía razón. Seguía prefiriendo conocer a sus novios, por aquello de ver a través los hombres de su vida lo que por pudor evitaba mostrar a sus padres, rasgos de su temperamento demasiado íntimos como para revelarse de otra manera. Desde Manuel, el chico argentino con aparato dental al que traía de vez en cuando a casa, cuando ambos estudiaban en el instituto, hasta Roque, su última pareja conocida, un guitarrista callejero militante del Partido Comunista de los Pueblos de España (un partido que nada tenía que ver con el Partido Comunista de España, según había recalcado) que comía el marisco navideño con expresión culpable, todos, absolutamente todos los hombres que Carlota les había presentado a sus padres hablaban sucintamente sobre la personalidad de su hija. Era algo que a Margarita le preocupaba de algún modo, y Carlota lo sabía. Por eso le presentaba siempre a sus novios, a pesar de que su madre insistía en que no tenía obligación si ello le resultaba violento. «No debes presentarnos a nadie si te incomoda o te resulta violento», decía, siempre con una sonrisa. Por eso, porque no tenía que hacerlo si no lo deseaba, a Margarita M. le resultaba tan irritante aquella cena, aquella visita, aquel novio. «Es innecesario», pensaba, y se preguntaba: «¿Por qué diablos lo hace?»

 

—Es una costumbre de antes, de los padres de antes, vuestros abuelos, que pretendían mantener controlados a sus hijos para que no se desviaran del camino. Bla, bla. Eso lo que opina, ¿no?, eso es lo que nos dijo aquella vez —protestaba Margarita M. sacando el cordero del horno. Su marido la acompañaba en la cocina intentando tranquilizarla mientras Carlota y Simón esperaban en el salón-comedor.

—No debes enfocarlo desde esa perspectiva. Para ella es importante que aceptemos a Simón, y al fin y al cabo qué nos cuesta a nosotros si con ello hacemos feliz a nuestra hija.

 

Margarita M. suspiró una vez más, envuelta en una débil nube de calor humeada por el cordero recién hecho. Sonrió, mantuvo la sonrisa e hizo un gesto a su marido para que se apartara de la puerta y la dejara pasar.

 

—Perdonad si las patatas están poco hechas —dijo Margarita M.—. Las he dorado al horno —torció la sonrisa al dirigirse a Simón—. Carlota detesta que las patatas estén casi crudas… Dinos ¿a ti te también te gustan muy hechas?

—A Simón eso le da igual, mamá —intervino su hija, nerviosa.

—Bueno, digo yo que le gustará la comida de una determinada manera, ¿no?, como a todo el mundo.

—Mamá, por favor…

—¿Qué pasa? ¿Es que acaso no tiene boca para contestar él? Dinos, Simón, ¿cómo te gustan las patatas?

Simón paseó la vista por el mantel, la vajilla de porcelana, los cubiertos de plata fina y la jarra llena de agua hasta la mitad, pestañeó dos veces, se relamió y finalmente dijo:

—Me da igual.

—Pero te gustarán las patatas, ¿no?

—Me gustan las patatas —dijo Simón.

 

Salvador S. se desabrochó el primer botón de su camisa de franela a cuadros y después de servirse un poco de agua en el vaso preguntó al resto de comensales si no les importaba que bajara la calefacción.

 

—Creo que todos nos estamos asando, ¿verdad? —dijo Margarita M.— Baja la calefacción, cariño.

 

Y se sentó a la mesa.

 

La cena transcurrió con tranquilidad. Carlota tuvo que asistir a su novio en contadas ocasiones, como cuando pacientemente le ayudó a separar los trozos de cordero con el cuchillo, pero sin llegar a dar sensación de que había dependencia. «Es que está muy nervioso», le disculpó, «él suele hace estas cosas solo». Ahora picaban de las galletas espolvoreadas con cacao y virutas de vainilla, que eran la especialidad de la casa.

 

—Salvador, la dieta —recordó Margarita M.

 

Su marido respondió con la boca llena, emitiendo un gruñido displicente. Carlota pasaba el brazo por la espalda de Simón procurando disimular su incomodidad cuando Margarita M., levantada para recoger los platos, preguntó:

 

—¿Puedo saber cómo os conocisteis?  

—Fue en un programa de ayuda para discapacitados intelectuales al que me presenté como voluntaria —explicó ella—. Durante tres meses colaboré con Simón y su familia. Tiene una familia maravillosa.

 

Después de estas palabras, en el comedor únicamente se escuchaba el ruido de los cubiertos sobre la loza al recoger la mesa. Antes de abandonar la sala en dirección a la cocina, Margarita M. dijo con un deje de ironía:

 

—Parece una bonita historia para contar a vuestros hijos.

 

Y al ver que nadie reaccionaba añadió:

 

— Ja, ja.

 

Simón dejó escapar una carcajada limpia que no fue correspondida por ninguno de los otros comensales.

 

—Tiene gracia —celebró Simón.

—Basta —interrumpió Carlota.

 

Margarita M. fue muy digna hasta la cocina con la loza sucia en las manos; al escuchar el grifo y el chorro de agua su marido se levantó de la mesa para ayudarla a fregar. Justo antes de cruzar el umbral hizo un amago seco, seguido de un chasquido con los dedos. Se había girado y miraba fijamente a su hija:

 

—Hay naranjas —le informó—, hoy por la mañana he bajado a la ciudad a comprar naranjas. De las tuyas. De las que te gustan.

 

Asintiendo con la cabeza se abrochó nuevamente el primer botón de la camisa de franela a cuadros y entró a la cocina.

 

—Cariño —suspiró Margarita M.—, ¿crees que hemos hecho algo mal?

 

Salvador S. cerró la puerta alertado por si el tono de su esposa no era lo bastante discreto. Tras una breve deliberación, expuso su punto de vista:

 

—No, no creo que hayamos hecho nada mal —cogió un plato cualquiera y con una servilleta limpió los restos de arroz echándolos en el cubo de basura—. Bueno —se encogió de hombros—, tal vez debimos haberle insistido para que acabara Derecho.

Ella dijo «ya», un poco por inercia.

 

Después de fregar los platos, Salvador S. llevó una bandeja con naranjas a la sala de estar, donde Simón y su hija escuchaban el último disco que había venido con el periódico —Salvador S. estaba suscrito a un periódico que todos los domingos traía un disco por un euro más—, al lado de la chimenea. Hacía calor, pero la chimenea olía raro.

 

Un par de naranjas más tarde, Carlota anunció que se marchaban. A la salida ya no llovía, lo que dio lugar a una conversación de despedida con su padre que parecía no tener fin, hasta que lo tuvo. Margarita M., a su vez, dio a Simón dos sonoros besos en las mejillas.

 

—Deberíamos haber hecho una foto de la cena como recuerdo —se lamentó.

 

Simón asentía bruscamente con la cabeza, apoyando las manos en los hombros de su suegra.

 

El matrimonio se quedó en la puerta hasta que el coche se alejó camino de la autopista. Sonreían y de vez en cuando agitaban las manos.

La casa estaba llena de polvo. Decidieron limpiar por encima las estanterías, alguna mesa… El matrimonio repasó, cada uno por su cuenta, las sensaciones vividas a lo largo de la velada. Salvador aprovechó también la ocasión para cambiar la leña de la chimenea. En el momento de acostarse, Margarita M. preguntó a su marido:

 

—¿Qué día da mes es hoy?

 

A lo que él respondió:

 

—Catorce.

 

Tras un caviloso trance —en el que tuvo tiempo para  pasarse la lengua por toda la dentadura— Margarita M. dejó la revista encima de la mesilla  y sentenció:

 

—Mañana día quince haremos el amor.

 

Hubo un silencio que no pareció incomodar a ninguno de los dos. Luego apagaron la luz y se dieron un beso breve en los labios. Tardaron alrededor de una hora en conciliar el sueño.

 

Al día siguiente se levantaron más tarde de lo normal, sobre las doce de la mañana.

 

 

 

 

 

*Ilustración de Andrea López

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