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Relato inédito

Un perro, un niño

Pablo López Carballo

Levanta el pie del acelerador y deja que el coche se deslice hasta la salida de la carretera. Es un hábito que le permite observar a su hijo en el parque aledaño mientras se aproxima a casa. En esta ocasión lo ve correr, puede que él la haya visto y esté entrando apresurado por la puerta trasera. Quizá quiera asustarme, piensa ella, al girar por el camino de piedras que conduce hasta el porche. Inspecciona desde la ventana para contrarrestar la sorpresa, está en el salón, primero solo acierta a reconocer su figura, luego la del perro. Su cabeza se detiene hasta entender, pegada al cristal, lo que está viendo. Los pantalones bajados, la mano derecha sobre su sexo y la izquierda intentando retener a toda costa al perro. Sin éxito pero insistiendo, prueba a penetrar al animal que consigue zafarse, se apresura a entrar en el baño y ella permanece en el cristal, que no termina de empañarse. Al fin retrocede y deja que se hundan sus pies en el césped mojado. El cielo parece descender algunos metros y saca las llaves del bolso para abrir la puerta. Hubiera preferido ver a su marido con otra mujer, al menos había ensayado repetidas veces la reacción, una respuesta inmediata que hubiera restado algo de imprevisibilidad al momento. Se lleva las llaves a la boca intentando pensar en algo, se acumulan las palabras, se impone el inicio de un diálogo ficticio, ¿hijo, eres zoofílico?, se evapora en la sensación de estupidez; ¿desde cuándo tienes impulsos sexuales? y ¿qué le has visto al perro?

 

Ya está delante de la puerta, antes de introducir la llave, se abre desde dentro y sale el pequeño corriendo. Mama, voy a jugar a los columpios, ya he hecho los deberes. ¿Los deberes? Piensa ella y entra en casa. El bolso penduló en el recibidor durante un rato. Lo siguiente que hizo fue la cena. Cenaron frente a la televisión y, por primera vez, ella percibió el silencio gobernante de esas horas. Acertó a preguntar ¿qué tal el día?, ¿cómo te fue en el cole? Bien, respondió sin acompañar la respuesta con la mirada. Fregó los cacharros y volvió a ponerse delante de la tele, colapsada de palabras que en silenció masculló hasta irse a dormir. Sobre las sábanas intentó ensayar un punto de inicio para una conversación: ¿por qué haces eso con el perro?, ¿qué hemos hecho mal?, demasiado dramático. ¿Te sientes desplazado en el colegio por tu color de piel?, ¿demasiados chinos, verdad? Le estaría dando una excusa, además de inculcarle ciertas tendencias racistas. Otra opción podría ser explicarle que el perro es un animal de compañía, cierto que le quieres pero no como te imaginas, el amor, las hormonas, a todos nos pasa, no te preocupes, al menos ocurre una vez, o varias, en la vida. Es tierno e ingenuo, mira cómo mueve la cola. No, mejor no empezar así. Mucho mejor: hijo, he decidido que mejor regalamos este perro y compramos un dóberman. ¿Quieres un porro? Te vendrá bien, te calmará, hará desaparecer ese desasosiego ante el mundo que seguramente sientas, esto te aliviará seguro, te lo dice tu madre y, por favor, no te vuelvas a follar al perro.

 

Quizá fue algo esporádico, no tendría por que haberse repetido tanto. Ni ella misma se lo cree, actuaba con tranquilidad, no era la primera vez, ¿y si lo hace varias veces al día? En última instancia, ¿quieres que te pague una puta? Hoy día pasan controles, son de fiar, una escort puede hacer muchos servicios, están acostumbradas a todo tipo de clientes y son muy atractivas. No haría falta ir a ningún sitio, puede venir ella aquí, a casa. Una vez sí pero podría arruinarse pagándole putas a su hijo. Lo contaría en la escuela, los niños les dirían a sus madres que ellos también quieren una, se la pedirían para el cumpleaños. Los servicios sociales se llevarían a su hijo y tendría que decir ante un juez que las putas eran para que no se lo hiciese al perro. 

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