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La televisión es fantástica

Seriales (I)

Pepe Trueno

Tras una miríada de prólogos sobre prólogos y prólogos al nuevo prólogo, continuamos prologando, ahora sí, el capítulo primero del opúsculo. Aquí ya entramos en teorías controvertidas sobre qué fue primero, la serie o el serial. Un bonito tema que os dará pie para poner verde al autor y, de paso, hacer leña del árbol caído y sangre con sus absurdas tesis. No dejéis pasar la ocasión y lapidadlo sin piedad. Le hace ilusión.

 

Un inciso. Como el capitulito de marras es bastante extenso, la segunda parte de él aparecerá en la próxima entrega tras un ‘Continuará…’, más que nada por ser coherentes con la temática.

 

Disfruten de este recorrido por los caminos del celuloide viejuno que, incluso en el Intenné, es difícil de disfrutar.

 

¡Hala!, pues ya tienen ustedes una nueva introducción. Que la gocen.

Seriales, qué divertido

 

Mmm, el cine. Todos nos dejamos embrujar por ese invento del demonio. El tópico de la fábrica de sueños es real. ¿Cuánto no habremos fantaseado en esas salas oscuras, donde la luz del fondo nos metía por los ojos miles y miles de historias, emociones, miedos, alegrías, sobresaltos y melancolías?

     

Quizás la generación de los 60 fue la primera que compaginó en nuestro país el amor por el cine con el fascinante descubrimiento de la TV como nuevo medio de expresión. Eran tiempos de buen rollo y no existía esa paranoia del exterior hostil y, por tanto, los niños crecíamos en la calle. Jugábamos, leíamos, trasteábamos y, prácticamente, vivíamos allí. Y una de las cosas que había en la calle era el cine. Esas sesiones dobles en salas que olían a zotal, con la chiquillería alborotando y comiendo cosas que ronchaban, las chicas más mayores cuchicheando y riendo por lo bajinis, y los chavalotes... Bueno, a ellos los dejamos. Pues todo eso y más era lo que conformaba la especial magia que nos hizo aficionarnos a la aventura y a la imaginación. Pero poco a poco descubrimos que también podíamos encontrar esto en la pequeña pantalla que había en el salón de casa. Aventuras y emociones. Las series.

 

Y a eso vamos. Después de perdernos en elucubraciones, centrémonos, que decían en UCD.

 

Los seriales fueron el precedente de las series televisivas y, realmente aparecieron casi al mismo tiempo que el cinematógrafo. Básicamente consistían en películas cortas que utilizaban truculentos giros de guion para conseguir que la trepidante acción desembocara en un final en el que el héroe (o la heroína) se veía en una peliaguda situación de la que la única escapatoria posible era, casi siempre, la muerte. El siguiente episodio mostraba que en el anterior habíamos pasado por alto algún pequeño detalle, cuando no empezaba directamente con la misma escena grabada desde otro ángulo de cámara, que permitía que nuestro héroe encontrase la forma de salir del embrollo. Los capítulos solían terminar con unos espectaculares letreros sobreimpresionados en pantalla: “¿Será este el fin de Flash y sus amigos?; ¿verá cumplida su venganza el pérfido Fu-Manchú?; ¿la destrucción del planeta se acerca irremediablemente? No se pierda el próximo episodio”. Lógicamente uno se quedaba con las ganas de saber qué es lo que pasaría en ese puñetero “próximo episodio” y regresaba a la otra semana para verlo con sus propios ojos. Y estas situaciones es cierto que estresan mucho, pero también enganchan un montón

Como decía al principio, los seriales nacieron casi al mismo tiempo que la industria cinematográfica. Así, en 1912 se ruedan los 12 episodios del considerado el primer serial,  What happened to Mary?, de J.S. Dawley y W. Edwin, que tiene más que ver con los culebrones lacrimógenos que con el fantástico, pero que lo hace quedar a uno de muy documentado y estudioso. El invento funcionó. Eso de atraer al público con películas cortas en capítulos podía ser negocio. A partir de ahí se comenzaron a sentar las bases del género: acción a raudales, mundos exóticos, situaciones increíbles, enemigos pérfidos, tramas imposibles y mucha trepidación.

 

Las aventuras de Catalina (The adventures of Kathlyn, 1913), con Kathlyn Williams, o la recordada Los peligros de Paulina (The perils of Pauline, 1914), con Pearl White, marcaron algunas de esas pautas. Mujeres atrevidas (a Kathlyn se la conocía como “la muchacha sin miedo”) que se veían involucradas en rocambolescas tramas con malos, malísimos, con nombres como “la mano que aprieta” y cosas así.

 

Principalmente fue Pearl White quien acaparó las miradas de los amantes de los seriales, con títulos como Las proezas de Elaine (The exploits of Elaine, 1914) y sus varias secuelas. Ella fue la gran diva de este tipo de seriales hasta su retiro definitivo en Francia en 1924.

 

De todas formas, el camino estaba abierto. Surgieron como setas las mujeres intrépidas que continuaron con la fórmula. Helen Gibson (The hazards of Helen, 1914); Ruth Roland, conocida como “la reina de los seriales” (Ruth of the Rockies, 1920; Ruth of the Range, 1923); Neva Gerber o Allene Ray, entre otras. 

Si bien los seriales más conocidos son de factura californiana, en Europa, gracias principalmente a los estudios franceses Pathé, la producción de películas aventajaba en mucho al número a la del Hollywood de la década de los 10.

 

Louis Feuillade con Fantomas (1913-14) o Judex (1916), consiguió los resultados más espectaculares mezclando surrealismo, acción y suspense, y se convirtió en una de las principales influencias de los nuevos realizadores del Viejo Mundo. Algunos ejemplos del buen hacer europeo podemos verlos en imaginativos seriales como Los Vampiros (1915), protagonizado por el mito erótico Musidora, y con capítulos con sugestivos títulos como  La Cabeza Cortada, Los Ojos que Fascinan, o Satanás; o la alemana Homúnculus (1916) de Otto Rippert, de 9 episodios sobre la manufacturación, por parte de un científico, de un hombre que huye al enterarse de que no tiene alma ni capacidad de amar y se dedica a promover revueltas para crear un país donde será el tirano máximo (pero muy cool), hasta que la intervención de su creador acaba con él. Este, por favor, que no lo repongan en USA, vaya a ser que dé ideas a alguien.

 

Acabada la 1ª Guerra Mundial, se vivió un nuevo boom de los seriales mudos. Porque en todos los que hemos mencionado, por si no os habíais dado cuenta, no se decía “esta boca es mía”. Como mucho, algún que otro letrerito para que los espectadores no se perdieran y, bajo la pantalla, un sufrido músico asalariado que aporreaba, con más voluntad que tino, un viejo piano con el que matizar la trepidación, el drama, el temor o la frivolidad de la escena.

 

Retomando. Los seriales siguieron siendo el complemento perfecto para acompañar las películas largas en los cines de barrio. Y así, comenzaron a contratar a personajes conocidos para aumentar el reclamo. El campeón del mundo de los pesos pesados, Jack Dempsey, protagonizó Daredevil Jack (Mascot, 1920); Bela Lugosi, Tom Mix, Buster Crabbe, medalla de oro en los 400 metros estilo en las Olimpiadas de 1932, o el mismísimo John Wayne pusieron cara y buena voluntad en sus apariciones en el mundo de los seriales.

 

The Green Archer (1925), considerado quizás el mejor serial del cine mudo; House without a key (1926), con la primera aparición en pantalla del detective chino Charlie Chan; o la saga de Tarzán (Son of Tarzán, 1921; Tarzán The Mighty, 1928), fueron algunos de los seriales que agitaron las pantallas en los felices años 20.

 

Se calcula que aproximadamente unos 270 seriales fueron creados en Hollywood durante el periodo del cine mudo, aunque la fama de subproducto que arrastraban ha hecho que muy pocos hayan conseguido llegar hasta nuestros días. Si a este ingente número le sumamos el de los producidos en Europa, podemos hacernos una idea aproximada de la popularidad del género.

 

Octagon Pictures, Select Pictures, Pathe Great Western, Davis Distributing Co, Hallmark Pictures, Joan Film Sales Co. o Universal fueron las productoras cinematográficas que andaban tras extravagancias silentes del calibre de The Black Box (1915); Lady Baffles & Detective Duck (1915); The Mystery Ship (1916); The Master Mystery, con el genuino Harry Houdini (1918); The Flaming Disk (1920); The invisible Ray (1920); The Screaming Shadow (1920); The Sky Ranger (1922); The Radio King (1922); Officer 444 (1927), o The Diamond Master (1928).

The Master Mistery, con Harry Houdini.

Desde el advenimiento del sonoro hasta 1934 se vivió un cierto retroceso en la producción de seriales. Las pequeñas productoras se fusionaron y dieron lugar a empresas con mayor poder, capaces de competir con la Universal o la Columbia, los 2 estudios grandes que también apostaban por las películas de episodios. Surgiría la Mascot y, de su unión con otras surgiría la Republic, quizás la compañía más solvente en estos menesteres.

 

A partir de 1934, los seriales, esta vez sonoros, comienzan a tomar auge y se vive la autentica edad de oro del género.

 

Obviaremos los que se alejen del género fantástico (aventuras, oeste, melodrama), ya que no tenemos espacio y no guardan una gran relación con el título de nuestro propio serial divulgativo. Así que: al grano.

 

En 1934 aparece uno de los primeros clásicos, The Vanishing Shadow (Universal, 1934. 12 cap.). Tiene el típico argumento ingenuo y básico, pero francamente divertido. Stanley (Onslow Stevens) es un joven que, para vengar la muerte de su padre, causada por turbios manejos de un grupo político rival, se alía con el profesor Van Dorn (James Durkin) quien le equipa con gran cantidad de gadgets de “alta tecnología”, como un cinturón de invisibilidad, un rayo destructor y el típico robot, en este caso con el incomprensible apelativo de “hombre-canario” (¿?). Después de un montón de episodios, Stanley derrota a los malosos y se casa con la chica. El guión, como se ve, no es como para los globos de oro, pero todo esto, trufado con los sofisticados artilugios científicos y, especialmente, con la guinda del “hombre-canario”, pues como que produce expectación.

 

Otro de los grandes hitos es El imperio Fantasma (The Phantom Empire. Mascot, 1935. 12 cap.) dirigido por Otto Brower y B. Reeves Eason y que se ha podido ver hace poco, a horas intempestivas, en una cadena autonómica andaluza.

 

Según bibliografía consultada, este serial se disfrutó en cines españoles, allá por el año 42, bajo el título de Las Aventuras de Flash Gordon. Esto nos demuestra qué clase de lumbreras corrían por estos pagos en tiempos de la posguerra y que además se les se hacía caso. Porque, de acuerdo, el argumento era delirante, la mezcla de géneros, imposible, las interpretaciones… Bueno. Pero de ahí a que no pueda uno dar con el título, hay un trecho.

 

Porque la cosa va así. Gene Autry, el vaquero cantante, es propietario del Radio Ranch desde donde retransmite sus canciones country, junto a sus amigos, Frankie (Frankie Darro) y Betsy (Betsy King Rose), a todos los rednecks de los alrededores. Un día, mientras Gene cabalga por las praderas, entre canción y canción, ve cabalgando a lo lejos a un tipo con una extraña indumentaria, mezcla de la de un jugador de baloncesto de los 70 y un numerario liberal del KKK con algún toque de letherón gay. Le sigue y, de pronto, el tipo desaparece entre unas rocas. Gene descubre la entrada de un mundo subterráneo, Murania, donde habita una civilización muy avanzada gobernada por la Reina Tika. A todo esto, unos malvados profesores merodean por el rancho en busca de la entrada del reino para hacerse con su “alta” tecnología. Para completar el panorama, el primer ministro de Murania prepara una rebelión para hacerse con el poder y, además, la reina Tika quiere acabar con nuestros héroes para evitar que divulguen la existencia del mundo subterráneo. Uff, interesante, ¿no?

 

Un batiburrillo enrevesado que el bueno de Autry deberá resolver luchando contra todos y que debe dejarle tiempo para deleitarnos con sus canciones. Finalmente, lo consigue. ¿O, acaso lo dudabais?

 

El guión y los disfraces eran más bien cutres, hay que reconocerlo, pero las espadas que lanzaban dardos, los terribles robots, las cámaras de TV (qué ironía) o los ascensores ultrarrápidos demostraron que los desmanes mentales de los guionistas dieron como fruto algunos hallazgos acertados, convirtiendo a la serie en una cosa como “vanguardista” para la época.

También de la mano de B. Reeves Eason, esta vez con J. Kane, llegó Undersea Kingdom (Republic, 1936. 12 cap.). En esta ocasión conocemos a Crash Corrigan, un héroe naval que, mientras investiga el origen de unos misteriosos terremotos subacuaticos a bordo de su submarino propulsado por cohetes, redescubre la mítica ciudad de la Atlántida. En compañía del excéntrico profesor Norton (C. M. Shaw), la bella periodista Diana (Lois Wilde) y el joven Billy (S. Burnette), descubrimos que las luchas por el poder se parecen sospechosamente a las de El Imperio Fantasma, aunque en este caso los malos son atlantes comandados por Unga Khan (Monte Blue), un descendiente subacuático de Gengis Khan (¿?).

 

Como en todo serial que se precie, en la trama se entremezclaban la tecnología punta –robots, rayos letales –, las batallas con espadas y los disfraces al más puro estilo gladiador romano. Como curiosidad encontraremos que el papel del Capitán Hakur, jefe del ejercito de robots, (los Vulkities), está interpretado por un tal Lon Chaney Jr. en uno de sus primeros papeles.

 

Pero quizás el serial más famoso de los años 30 (e incluso de todos los tiempos) sea Flash Gordon (Universal, 1936. 13 cap.). El personaje, creado por Alex Raymond ya era un mito en el mundo de los comics y en su paso al celuloide se procuró respetar al máximo el espíritu y la elegancia que el dibujante imprimía a sus viñetas. Así, la Universal gastó una cantidad desorbitada para este tipo de productos, 500.000 dólares. Un pastón. Y se nota en el resultado. La trama es simple. Flash (Buster Crabbe), Dale Arden (Jean Rogers) y el barbudo científico Dr. Zarkov (Frank Shannon) viajan en la nave interestelar de este último hacia el planeta Mongo cuando este aparece de pronto en órbita de colisión con la Tierra. Allí descubrirán un mundo bizarro, con ciudades flotantes y pasajes subterráneos, gobernado por el tirano usurpador Ming (Charles Middleton) que ha arrebatado el trono a su legítimo dueño, el príncipe Barin (Richard Alexander). Se las tendrán que ver con hombres-león, monstruos invisibles, ciudades submarinas y, principalmente, con el empeño de Ming por darse un revolcón con Dale y (de tal palo, tal astilla) el de la princesa Aura (Priscila Lawson), hija de Ming, por hacer algo parecido con el atlético Flash. Vamos, el acabose.

 

Los 13 capítulos del serial contaron con la colaboración y supervisión del mismísimo Alex Raymond y la excelente dirección de Frederick Stephani, que dieron en el clavo. Imaginación, entretenimiento e inteligencia se escapaban de cada fotograma y, obviamente, el serial se convirtió en un grandísimo éxito, que tuvo como consecuencia dos secuelas. Desgraciadamente, las cosas cambian, y en la primera de estas, Marte ataca la Tierra (Flash Gordon´s trip to Mars. Universal, 1938. 15 cap.) ya se notaba que el presupuesto no era tan pingüe. Los directores, F. Beebe y R.F. Hill, debían de estar ocupados con otras cosas durante el rodaje y en el montaje final se utilizaron escenas de anteriores películas de la Universal. Un despropósito tras otro y, encima, en 15 capítulos.

 

En esta ocasión Flash, Dale y Zarkov (interpretados por los mismos actores) tienen que viajar a Marte porque algo desconocido está robando el nitrógeno de la Tierra. Y, como no podía ser de otra forma, el culpable es Ming (al que vimos morir al final del serial anterior). Nuestros héroes lucharán contra el tirano con la ayuda de los Hombres de Piedra, unos torpes actores con apariencia de monigotes de feria, que inducían más a la carcajada que al temor.

 

Pero aquí no acaban los despropósitos. Dos años después llegaría el canto del cisne del personaje. Flash Gordon conquista el Universo (Flash Gordon conquers the Universe. Universal, 1940. 12 cap.). Esta vez es algo llamado Muerte Púrpura lo que diezma a los terrícolas y Zarkov cavila que eso debe ser cosa del planeta Mongo. Y allá que se van, otra vez. Y, oh, sorpresa, Ming está vivo (y van…). Con la ayuda de la Reina de Frigia deberán conseguir la calorita, antídoto contra el mal purpúreo, y acabar con Ming.

 

Si la segunda tanda de capítulos fue mediocre, esta tercera fue la repanocha. Aburrida, falta de ingenio, zafia e inconexa serían los adjetivos para describirla y, eso siendo amables. Incluso la actriz que interpretaba a Dale, Jean Rogers, sale por piernas y es sustituida por Carol Hughes.

Aquí acaba la saga. Ya nadie se atrevió a resucitarlo después de este final tan insípido, aunque Buster Crabbe siguió interpretando seriales, poniendo cara y músculo a Buck Rogers (Universal, 1939. 12 cap.), a Thunda en King of Congo (Columbia, 1952. 12 cap) o a Billy The Kid en más de 36 películas de serie Z durante los años 40.

Otro serial a reseñar al final de los 30 fue The Phantom Creeps (Universal, 1939. 12 cap.), dirigida por F. Beebe y S. A. Goodkind. Si se puede destacar algo sería que fue la última aparición del gran Bela Lugosi en el mundo de los seriales, porque su realización, en fin… En cuanto al argumento, más de lo mismo. El Doctor Zorka (Lugosi, of course) quiere convertirse en el amo del mundo con la ayuda de un robot enorme (y feo, todo hay que decirlo), un cinturón de invisibilidad y un gas letal. Doce episodios que… Bueno… Respetemos la memoria del genial Lugosi, por favor.

 

Un aroma diferente destilaba El Misterioso Doctor Satán (The Mysterious Dr. Satán. Republic, 1940. 15 cap) de W. Witney y J. English. Recordado por los fascinantes, a la vez que terroríficos, robots con los que el Dr. Satán (Edward Cianelli) quería… Sí, lo habéis adivinado, conquistar el mundo. Para llevar adelante su plan necesita el aparato de control remoto que un excéntrico inventor (C.M.Shaw) está desarrollando. Pero, ahhh, no contaba con el misterioso enmascarado Cooperhead (Robert Wilcox) que, en venganza por el asesinato de su padre a manos del Dr. Satán, dará al traste, uno tras otro, con los planes maléficos del malo, malísimo. El argumento es bastante tópico (aunque también lo son las pelis de Van Damme o de Jackie Chan y mira como llenan los cines), pero la dirección era vigorosa y las interpretaciones, impecables. Emoción, terror e ingenio maléfico para el cambio de década.

 

Continuará…                      

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