Punto de bosta
Reflexiones sobre el folclor
Camilo de Ory
Disfruto observando la cara de perplejidad de los dignatarios internacionales cuando van al País Vasco y los reciben con el aurresku, y rezo porque alguna delirante ley contra la discriminación prospere y un día, que espero ver, el baile lo haga un enano. Todas las manifestaciones folclóricas tienen un no sé qué cómico, como si en el retrato que son de la esencia de los pueblos se hubiera colado un espontáneo con pinta de subnormal. Este es un fenómeno con muchas dimensiones y abarca desde aspectos relacionados con lo musical y coreográfico hasta otros vinculados al mundo de la moda, que son posiblemente los que hacen sufrir un mayor castigo estético y pasar peores tragos a quienes toman parte en cada florido evento: si quieren traducir a imágenes lo que les digo, piensen en las prendas diseñadas por algún Emidio Tucci medieval que tienen que lucir los implicados en, por poner un ejemplo, un festival de jotas aragonesas. El trance de vestir el traje típico en público es parecido al de desnudarse ante alguien y descubrir que uno no tiene un físico acorde con los tiempos que corren, sino el cuerpo que se estilaba hace cuatrocientos años, y que este, a los ojos del juez de hoy, es una cosa completamente ridícula.
Ponerse un traje típico es, en primer lugar y ante todo, ponerse en evidencia, y después ya veremos. Y lo que veremos es, con entera seguridad, una nueva puesta en evidencia, ya que al que se embute en uno de esos modelos se le suele exigir que dance de alguna manera ostentosa y también obsoleta, con profusión de aéreos manoteos y brinquitos extemporáneos. Para vencer la timidez y hacer piña, a veces estos movimientos se llevan a cabo en grupos cuyos integrantes se alinean marcialmente o forman círculos tomados de la mano. En otras ocasiones, se ejecutan por parejas, en lo que parece ser una recreación de antiguos ritos de cortejo, cuya absoluta falta de erotismo le hace a uno pensar que es milagroso que la Humanidad haya llegado hasta nuestros días: la sabiduría de la Naturaleza ha de ser muy grande para que esta consiga sortear por sistema los obstáculos que el hombre le pone cada vez que ella trata de desempeñar su benéfico papel, ya sea en nombre de la tradición o de la, en general, no menos abominable modernidad, un concepto contrapuesto a aquella pero igualmente venenoso al que dedicaremos cumplida atención en cuanto los vaivenes de la actualidad nos den pie para ello.
El folclore puede ser definido como la negación estética de la evolución de las costumbres: es poner unos pololos donde por sentido común deberían ir unos pantalones de Zara o rascar con una cucharilla una botella de anís cuando alguien debería disparar un sampler cargado con cualquier estilosa novedad acústica. Probablemente por esa razón, los folclores que así, al primer vistazo, percibimos como más dignos son los de los países con una historia más breve, y al decir países quiero decir país y me refiero a los por tantos otros motivos denostados Estados Unidos. El blues y el country, que vendrían a ser las dos patas del banco bípode de la música de raíces americana, suenan bastante contemporáneos porque contienen armonías que todavía encontramos en la música de hoy y se interpretan con instrumentos no paleolíticos. Además, el primero de ellos ni siquiera se baila, por más que sus cultivadores tengan el ritmo en el cuerpo. Y en lo que atañe a las directrices oficiales sobre aliño indumentario, bueno, un sombrero de ala ancha y una camisa de cuadros son prendas con las que uno puede ir a todas partes, que cíclicamente vuelven a ponerse de moda y que combinan con las de diseño actual mucho mejor que el más logrado par de polainas o, válgame Dios, cualquier flácido ejemplar de ese atentado contra la dignidad humana que se ha dado en llamar barretina.
*Ilustración de Denis Lajuper