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Pantalla Croquèt

Por qué quiero ser un personaje 'mumblecore'

María Caballero

Yo no pretendía hablar del mumblecore asociado a una generación, de hecho, mi idea inicial era plagiar un artículo que leí hace ya un tiempo en Jot Down, uno que hablaba de la huida. Al fin y al cabo, el plagio es un arte muy noble, del que uno puede incluso enorgullecerse. Yo no evito el plagio, plagiar bien es como robar con maestría, como el personaje de Pickpocket, lo hacemos sin pensar en cómo, fluimos en la artimaña, pero sin usar el verbo robar, es más bien deconstruir.  Pues eso,  andaba yo deconstruyendo este artículo maravilloso de Jot Down. Lo acabo de volver a buscar. Era de Juan Tallón y hablaba de cosas como la necesidad de correr, correr a toda hostia como si un tiranosaurio  te persiguiese. Hablaba de las distintas formas de huir, huir como las ratas, decía, y nombraba a míticos en el arte de huir, como Samuel Beckett o Leopoldo María Panero. Y sentenciaba con algo contundente, bello y aterrador: “La vida, si lo pensamos bien, no solo va de huir, sino también de la imposibilidad de huir. Holden Caulfield, huyendo por las calles de Nueva York, a la busca de respuestas que no encuentra, es el claro ejemplo de que hay escapadas imposibles”. Así que mi intención era robar un texto literario añadiendo que la culpa de todo esto, de todas mis desdichas, mis intenciones de plagio y mi sensiblería mema e innecesaria, la tiene mi maldita pasión por el cine desde niña. Recuerden,  si aparento retraso o una ínfima torpeza,  la culpa de todo, insisto, la tiene el cine.

 

El mumblecore nace vinculado a la necesidad de huir de una generación tan derrotista como dulce.  Son películas con presupuesto bajo o prácticamente nulo, hechas entre amigos. Los protagonistas suelen tener entre 27 y 30 años y una educación universitaria que les ha brindado una cultura medianamente alta, pero sobre todo no muestran  una clara intención de abrirse camino en el mundo. Están abocados a una confusión permanente, pero tampoco existe en ellos una actitud de cambio. Eso sí,  en este cine hay una poesía avasalladora y digna heredera de la del padre del cine murmullante, John Cassavetes. El cine de Cassavetes es crudo, habla escupiendo y pega puñetazos –todo eso acompañado de una sencillez tentadora e inclemente– y pese a ello te susurra en el oído. Sobre todo, John Cassavetes escupió sobre el sueño americano y gritó a voces que se vivía en una realidad tan irreal como destructiva.  

 

El concepto  del cine farfullante es tremendamente simple: son pequeñas piezas en la que la precariedad se convierte en toda una declaración de intenciones. El sonido es pretendidamente deficiente, suelen ser películas con mucho grano. El ruido audiovisual, algo  a quien el padre del mumblecore, John Cassavetes, y a uno de sus dignos herederos, Jim Jarmusch, jamás molestó en absoluto. El ruido también es la huída.  Andrew Bujalski, uno de los más importantes directores del cine independiente norteamericano en los últimos años, muestra en Funny Ha Ha cómo casi todo en nuestra generación empieza o acaba en un in media res atropellado, en el que ni siquiera somos capaces de acabar las frases.

Los que nacimos a finales de los 80, la adorable generación perdida, somos  de lo más mumble, nuestras situaciones van fluctuando de un género a otro sin ningún tipo de compasión.  Vivimos escenas que pasan de ser  un dramón de Kieslowski a un programa matutino de Canal Sur. Así es la bida, con b de bidé, de Bisbal.  Todo esto por culpa de nuestra irremediable y jodida nostalgia. Una nostalgia irrisoria pero vestida de luto. Nostalgia suprema y burlona. ¿De qué? Ni idea. De ahí  nace la huída inconsistente.

 

Condenados al movimiento perpetuo y a la fluctuación intermitente, como en Slacker, envueltos en una oleada con múltiples personajes inconexos, unos interesan, otros no tanto, y sin intención de dar el mínimo argumento. En Slacker, el director Richard Linklater retrata todos los malestares de la juventud y su latente atrofia vital. Es tal la aleatoriedad y presentación de outsiders y paranoicos que la distancia entre la seriedad y la mofa es una nimiedad. Así es la vida en un joven de la generación perdida. No encontraremos una escena tan potente en nuestras vidas como la joven del film de Linklater que pone en venta los restos de una prueba vaginal a Madonna («It’s like gettin’ down to the real Madonna»). 

Slacker no es otra cosa que un canto a la dejadez, a la abulia como un estilo de vida perfectamente válido. Todos los personajes de Slacker son Oblomov, ese protagonista de la novela homónima de Goncharov,  que al igual que la obra de Linklater supone una oda  a la dejadez, a la aspiración máxima de no hacer absolutamente nada, solo bostezar, estar tumbado, leer a veces, volver a dormir. Ya no es un “preferiría no hacerlo”: no se hace y punto. La abulia como máxima y como estrategia perfectamente aceptable. Por qué no. No aspirar a nada, esa es mi máxima ahora casi a los 30, ya no quiero ver más películas de Bergman, no quiero leer nunca más a Foster Wallace. Hoy, por ejemplo, he tenido un día Oblomov y no me siento culpable por ello. Ya sufrí bastante con las ilusiones pisoteadas de niña, ahora quiero ser Oblomov y nadie podrá impedírmelo. Como iba diciendo, hoy he llevado a cabo mi particular jornada Oblomov y llevo desde las 17 horas viendo  en Youtube vídeos de perros que hablan y otros tantos de una adorable perrita quebrada, Marnie. Los perros tontos se han convertido en uno de los placeres máximos de mi vida. Ahora son las nueve de la noche y no tengo  intención alguna de detenerme.

Mi vida resumida en un gif: 

“Solo tengo veintisiete”, afirma en tono autocomplaciente (otro gran rasgo generacional) la gran musa del mumblecore, la inocente y disparatada Greta Gerwig de Frances Ha. Noah Baumbach es un director que tiene un extraño sentido del humor, puede trazar escenas tristes sin que se filtre ni un ápice de tristeza en la imagen. Así es Frances, cómica con un toque muy melancólico, como Buster Keaton fundido con Lena Dunham. Frances, como todos nosotros, deambula constantemente, su huída y la danza son sus mejores amigas, pero claro, todo es efímero y Frances sigue sonriendo. No encaja con otros jóvenes avispados, ella es torpemente reflexiva y romántica. Frances no hace cursos de marketing digital o de estudios de mercado, prefiere correr del tiempo antes de que sus solo veintisiete se evaporen. Soñadora, ilusa, y con la firme intención de ser proactiva, Frances es de esas personas que bailan por David Bowie en medio de las calles, y no, no está zumbada.

 

Tampoco estaba zumbado uno de los grandes personajes del padre de todo este movimiento, el anteriormente mencionado John Cassavetes: su Mabel de Una mujer bajo la influencia. Tanto Mabel como Frances renacen de la adversidad de-lo-que-deben-ser y lo que inevitablemente son.

Mujeres jóvenes y no tan jóvenes cuya primera reacción es huir hacia ninguna parte, ya estamos hablando de  la jodida y apasionante  huída, otra vez. El único respiro es que el tiempo de la juventud se prolongue. ¿Dónde? ¿Para qué? Eso es lo de menos, pero la única reacción natural del ser humano es prolongar una juventud a menudo sin sentido, dar cabezazos al indolente tiempo, cabezazos a todo para mantener un precioso síndrome de Peter Pan, del que no queremos prescindir.

“Es un desastre de mujer, totalmente inmadura, caótica. Se resiste a sentar cabeza, a pasar al siguiente nivel del juego de la vida”.  Extracto de una de las ¿críticas? con las que he topado.  No, no y no.

Lo hemos tenido difícil, ha sido una época muy confusa con demasiadas canciones de pop. Y sigue existiendo un concepto que da mucho yuyu: la madurez. Sobre todo, da mucha grima el concepto de automadurez, estupendamente reflejado en el anuncio de Calzedonia protagonizado por Julia Roberts. Madurez igual a novio, madurez igual a niños o a ir en pareja al Ikea, madurez asociada a hacer tuperwares para tu chico.  Yo no quiero crecer. No así. Frances tampoco. Hay personas de una lucidez extrema  que no quieren las uñas a la francesa y duermen a pierna suelta con sábanas desparejadas .  Yo prefiero ver una película de Nicholas Ray por octava vez antes que aprender a hacer lentejas, aunque deba hacer esto último.

Yo prefiero salir corriendo, correr como un gamo asustado sin saber por qué, mucho menos adónde. Puede que esta necesidad de fuga se hubiera paliado si nos hubiésemos quedado en los libros de autoayuda, o si nos hubiésemos abandonado a autores como  Coehlo o  Bucay. Gran culpa de todo la tiene el cine francés y la literatura como evasión de lo real.

 

Los que nacimos en la segunda mitad de los 80 crecimos con la idea errónea de que íbamos a ser lo que quisiéramos de mayores. Y ante esa idea nos engrandecíamos, nos volvíamos guapos cabalgando sobre ilusiones centelleantes que, sobre todo, eran reales, tan reales que no crecer rápido dolía. Queríamos ser mayores, pero queríamos, sobre todo, ser. No solemos reaccionar tan rápido como la madurez requiere, ni tenemos las herramientas idóneas para ser el emprendedor piraña que la sociedad y sus empresas te exigen.  Y como decía Frances, estamos tratando de ser proactivos con nuestras vidas y somos conscientes de que tendremos que hacer muchos cursos de comercio internacional.

 Ser lo que quisimos de niños es una idea que cede ante una realidad mugrienta, en la que hemos asumido que trabajaremos como chinches. Incluso le damos un toque romántico a esa deformación profesional. Todo es mirar hacia abajo para vernos los botines enfangados, sentirnos como Oliver Twist y esbozar la leve sonrisa del perdedor.

Además de toda la cutrez que rodea al humanista treintañero, soñador, reflexivo, romántico, hostiable para muchos, sufrimos una paradoja atroz. Solemos coger trabajos temporales en los que aquella fracasada de la EGB resulta ser tu superior y te pega de voces de lo lindo. Voces llenas de laísmos, imperativos usados como infinitivos y viceversa, verbos tratados como perros, solo porque ellas triunfaron en la vida con su puesto de encargada del Mango, y tú y tu preciado manojo de palabras de Franzen edición bolsillo ahora dobláis jerseys y debéis preocuparos por hacerlo muy bien.  Ahora tu labor es doblar bien, milimétricamente. Para esas chicas es una cuestión de madurez el que dobles un jersey milimétricamente, si no lo haces eres una dejada, una enfant terrible del retail. Es como 1984 pero con un fondo de bachata. La perogrullada de tu vida. Y ahí estás, sonriendo,  imaginando que eres un personaje de una peli de la Nouvelle Vague que trabaja en un barrio parisino de clase alta para paliar lo vulgar. El problema se acentúa cuando una señora del barrio de Salamanca te acaricia el pelo mientras coges el bajo a un pantalón, y es justo ahí cuando vuelves a sentirte como una chacha dominicana. Huída. Bises.

(Foto sacada del lugar de trabajo, nada de Google.)

No es el sector retail un lugar para el mumblecore, no es un lugar para la belleza en general, la cinematográfica la que menos. Los jóvenes de ahora no entienden de sensibilidades, belleza, verdad o mentira en el arte.  Los jóvenes de ahora campan a sus anchas como lo que son,  los nuevos emprendedores, los pequeños nicolases,  las pirañas del siglo XXI que estallan en carcajadas con las maquetas de dinosaurios de Jurassic Park.

 

Fui con un par de amigas a Francia a ver a Lou Reed y no vimos a Lou Reed. No pudimos por circunstancias adversas, absurdas y otras desventuras. Pagamos por ver a Lou Reed, pero no lo vimos. Lou Reed murió un día después de mi cumpleaños. Murió en domingo. Los domingos tienen una pulsión de muerte brutal, qué chungo es morirse un domingo. Lou Reed ha sido mi primer ídolo muerto en plena madurez (mía, suya también). Bergman murió cuando yo tenía unos 16 y aún no conocía a Bergman, los demás ídolos están al caer, el 90 % ya estaban muertos hace 30 años. Cuando llegué al trabajo al día siguiente me preguntó una compañera que qué tal estaba, acto seguido dije que había muerto Lou Reed y ella no supo quién era. Es muy probable que seamos la última generación a la que dolió la muerte de Lou Reed, probablemente seamos la última que escuchó a Lou Reed. Pienso mucho en aquella entrada que pagué y no pude disfrutar. Todo un despropósito. Respiro si pienso que con nuestras entradas se metió algún que otro lingotazo.

 

Con esto vengo a decir que además de ser la generación perdida, también somos una generación plagada de gilipollas. Esto es algo que retratan muy bien los hermanos Duplass, sobre todo en The Puffy Chair. Los Duplass saben que somos gilipollas, por eso, cuando el protagonista de esta película llega al sitio donde recogerá el sillón que ha comprado por Ebay para regalar a su padre, el sillón que los hermanará de nuevo a todos en familia porque simboliza aquella infancia feliz y plena, y en lugar de un sillón es una gran mierda podrida y olorosa, es incapaz de gritar y decir NO. ¿Por qué? Porque él es un gilipollas y no puede gritar lo que debiéramos gritar como mínimo una vez a la semana pero no hacemos por gilipollas, “¿Pero esto qué mierda es?” Él calla, intenta amedrantar al vendedor con su mirada, se convierte en su propia parodia, y en esta vida puedes  hacer lo que te plazca, menos convertirte en una autoparodia. Además, es muy difícil de detectar que te has convertido en tu parodia porque uno sigue tomándose a sí mismo con seriedad  cuando hace lustros los demás ya advertían su tontuna irreversible. Un ejemplo claro de esto sería Willy Toledo. 

Volviendo a  Funny Ha Ha, la protagonista, Marnie, consigue un aburrido empleo en una oficina. En una escena se queja de este tipo de trabajos, todos temporales, soporíferos hasta morir. Como los personajes de mumblecore, he decidido afrontar una espantada seria casi en la treintena, he decidido madurar y para el 2015 tengo un propósito brutal. Tan soberbio que casi tiemblo al ponerlo por escrito. Para el 2015 quiero trabajar sentada. Sí, quiero ponerme rolliza en un trabajo que pueda hacer sentada, quiero que me salga culo carpeta, llevarlo con orgullo y decir que trabajo sentada, como si fuese mi gran hazaña personal, porque así será. Quiero ser un personaje de mumblecore, quiero ser como Marnie en Funny Ha Ha, quejarme del tedio laboral, pero quejarme sentada, mirar mucho el Facebook y poner estados de tío hipster con trabajo de persona mayor, que hablen de macroeconomía y de grupos ochenteros desconocidos, estados de tío maduro.

De todas formas, nada bueno podía una esperar  de un año que había matado a Robin Williams y a Philip Seymour Hoffman. Por no hablar del 2013, que fue el cabrón que se llevó a Lou Reed. Antes de esto, la vida no podía haber ido en serio.

 

Ya me he cansado de mi particular teatro del absurdo, era muy literario, sí, pero quiero un trabajo de persona mayor, quiero ver el estreno de mi obra para este 2015, las críticas me son indiferentes.  Con un poco de suerte, en un futuro opositaré y seré Dios. Me imagino de funcionaria, leyendo textos picantes a los niños de secundaria del Marqués de Sade, recitando las letras de Lou Reed como si fueran de cosecha propia. He tenido que llegar casi a los 30 para darme cuenta de que quiero ser el Ed Wood de la vida. Errad malditos, errad porque no hay nada más atractivo. Que nadie os joda el tropiezo, es lo único que nos pertenece íntegramente. En la autoría de la torpeza hallaréis la pureza de la plenitud. Reclamen su traspiés, es gratis. Fondo de bachata.

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