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Poesía y 'Zeitgeist'
Ernesto Castro Córdoba
Zeitgeist es la palabra alemana con que Johann Gottfried Herder tradujo el latinajo genius seculi que Christian Adolph Klotz utilizó en su polémica de 1769 sobre el estudio de la moneda en vistas a analizar el carácter y la historia de un pueblo. Nada mejor, pues, que empezar por los dineros de los poetas. ¿Cuántos se ganan la vida con sus versos? No conozco ningún vivo que lo haga, aunque sí unos cuantos muertos. Según el periódico La Tercera, la Fundación Pablo Neruda ingresó solo en 2003 cerca de dos millones de dólares, buena parte de los cuales fueron invertidos en negocios con antiguos jerarcas de la dictadura de Augusto Pinochet como Ricardo Claro Valdés, lo que, siendo Neruda un comunista de tomo y lomo, da una idea de las incoherencias que gestionan los herederos de los clásicos y de los best sellers, que en el caso de la poesía son los mismos. Solo los muertos del siglo XX, cuya obra aparece en los manuales escolares y se encuentra en régimen de copyright post mortem, que en España suele durar entre 70 y 80 años, conectan verdaderamente con el mercado de lectores —mejor dicho, de paganinis— de nuestro tiempo. Lo que me lleva a dudar sobre una cosa: ¿cuándo empezó a leerse y a pagarse por la poesía?
Mi hipótesis es que la popularidad de la poesía está estrechamente vinculada a su condición oral, que la poesía como género de masas es un formato recitado por los letrados para la gente analfabeta, que su popularidad es inversamente proporcional a la alfabetización de la sociedad y por tanto mi respuesta provisional sería que nunca se ha leído poesía de forma masiva. Dicho de forma provocativa: la poesía es cosa de analfabetos. O de forma bonita: la poesía (como texto escrito) es cosa de escasos ilustrados. Por supuesto que carezco de gráficos que ilustren o refuten mi hipótesis, no tengo ni el tiempo ni las ganas de recopilar los datos empíricos necesarios para ilustrarla o refutarla, salvando cinco ejemplos espigados a favor y cuatro en contra, así que estaría encantado de hincar y doblar la rodilla si alguien viniera a falsarme con los hechos en la mano. Por el momento lo que sí tengo es un análisis del llamado despegue de la novela por países, realizado por el equipo de Franco Moretti, donde parece intuirse una correlación entre el grado de alfabetización de la sociedad y el número de novelas publicadas anualmente (Fig. 1). Por desgracia, las cosas no son tan sencillas: la mayor parte la sociedad española no aprende a leer de golpe en la década de 1850, contra la sugerencia de esta correlación, sino durante las décadas que median entre la dictadura de Primo de Rivera y mediados del franquismo (Fig. 2).
La hipótesis alternativa de Moretti, que el despegue de la novela lo provoca un cambio en los patrones de lectura, de la repetición académica o religiosa de unos pocos textos al consumo de la novedad del día, amén de presumir lo que tiene que explicar, ¿por qué se modifican los patrones de lectura?, no nos sirve para el caso de la poesía, pues no está claro si este género es amigo o enemigo de la velocidad. A priori la extensión de un poemario, en comparación con la extensión de una novela, da a entender que podemos ventilarlo en un momento, lo que no asegura que esto sea así, no tanto porque haya que meditar sobre lo leído, que también, cuanto que un mundo veloz no implica necesariamente un consumo cultural breve, mucho menos uno que sea ágil. Se ha visto con el intento fallido de trasladar los poemas a los móviles, primero vía SMS, luego a través de las redes sociales y recientemente mediante apps creadas ad hoc; la gente prefiere las trilogías de 2000 páginas a los microrrelatos de una cara, supongo que en parte gracias a una noción de dinero bien gastado basada en el peso del producto (razón por la cual no termina de despegar el mercado editorial digital en general) y en parte por una preferencia compensatoria hacia las tramas personales duraderas, tan raras en la vida real y tan comunes en la ficción exitosa.
Seguimos teniendo la mosca detrás de la oreja: ¿por qué la poesía no termina de conectar con el espíritu de nuestro tiempo? Y más importante, ¿por qué debería hacerlo? Quizás el problema se encuentre en la división de lo que tradicionalmente se consideraba poesía en varios campos culturales, uno de los cuales, el patito feo de los versos escritos, ha heredado el nombre y las obligaciones de sus mayores sin que pasara lo mismo con sus propiedades y privilegios. Quizás nuestra noción de poesía está sesgada por la pérdida de ciertos elementos que ahora mismo se consideran accesorios, véase el acompañamiento musical y performativo de los trovadores provenzales, pero que en su momento fueron esenciales. Igual que Johann Joachin Winckelman hablaba de la blancura y de la pureza de las estatuas griegas clásicas simplemente porque habían perdido su policromía con el tiempo; igual que nosotros llamamos cine mudo al que se emitía en su momento con música en directo y los cometarios superpuestos del benshi para el caso de Japón; igual que Isaac Newton se llamaba filósofo natural y Stephen Hawkins no. En este sentido, negarle la condición de poeta a Sun Kill Moon, cuyo disco Benji conecta a la perfección con el Zeitgeist de depresión económica y personal que atraviesa los Estados Unidos, tiene tanto sentido como hacer lo propio con Hawkins: esto es, llamarle a uno músico y a otro físico, en lugar de recurrir a los comodines de la poesía y de la filosofía, responde bastante bien a la compleja división actual del trabajo.
Así que volvamos a nuestra cuestión: ¿cuándo pierde la poesía su carácter popular y hasta cierto punto comercial? En España puede situarse un punto de inflexión en la Rima XXVI de Gustavo Adolfo Bécquer, donde el poeta discurre contra la opinión del gremio (“¡Voces que hacen correr cuatro poetas / que en invierno se embozan con la lira!”) y se posiciona claramente a favor de una interlocutora moderna (“¡Mujer al fin del siglo diez y nueve / material y prosaica!”) que entiende que el talento tiene un precio (“Tú sabes y yo sé que en esta vida / con genio es muy contado el que la escribe / y con oro cualquiera hace poesía) aunque la nobleza obligue a mantener una ilusión acerca de su carácter gracioso, gratuito y voluntario (“Voy contra mi interés al confesarlo, / no obstante, amada mía, / pienso cual tú que una oda sólo es buena / de un billete del Banco al dorso escrita”). Ignoramos si la Fábrica Nacional de la Moneda y Timbre estaba pensando ilustrar este poema cuando emitió, con motivo del centenario de la muerte de Bécquer, un billete de 100 pesetas con el poeta en una cara y en la otra una señorita, para nada moderna con un paraguas y una pamela (Fig. 3), pero lo que está claro es que pocos vieron en su momento tanto dinero junto a cambio de unos versos.
Figura 3
Pero vayamos más allá de lo meramente crematístico. En el ámbito de la teoría literaria occidental se percibe un desplazamiento durante el siglo XIX de los intereses analíticos desde la perfecta sinonimia entre literatura y poesía véanse los tratados románticos sobre el tema) a un mayor énfasis en los orígenes del género dramático (Friedrich Nietzsche, por supuesto) y de ahí a la consolidación de la teoría de la novela, desde György Lukács hasta Steven Moore. El propio Moore ha escrito una historia alternativa de la novela en dos tomos que cuestiona la idea de que el género surgiera durante el siglo XVIII en Gran Bretaña y retrotrayendo sus orígenes hasta la noche de los tiempos. Su laxa definición de lo que es una novela (“Una composición en prosa más larga que un cuento, ficticia en su contenido o en el tratamiento de sucesos históricos”), que podría abarcar hasta a los Diálogos de Platón, en último término ficticios conforme a la historia, nos recuerda los momentos gloriosos de la poesía como objeto teórico, cuando Friedrich Schiller dividía a los escritores en poetas ingenuos y poetas sentimentales. Esta expansión análoga del concepto novela confirma la idea de que hoy todos hemos leído alguna, y a juzgar por Twitter también la hemos escrito, ¿pero cuanta gente hace lo propio con la poesía, un género famoso por tener mayor número de autores, a juzgar por las tiradas de las editoriales en España, que de lectores?
En este punto puede haber quien objete que, con independencia del número de lectores o de oyentes que concite, la poesía tiene una conexión especial con el espíritu de su tiempo y yo estoy dispuesto a presumir la verdad de esta idea siempre y cuando no se exprese bajo el manto de una ontología vaporosa. Quiero decir, si Friedrich Hölderlin conectaba o dejaba de conectar con la realidad esencial del momento es algo que dependerá del contenido y hasta de la intención de sus versos antes que del manual de altos vuelos de Martín Heidegger, por hablar de un lugar común del crítico literario con pretensiones. Yo me inclino personalmente a una teoría de la recepción en clave ideológica: una poesía conecta con el espíritu de su tiempo en la medida en que refleja o expresa la mentalidad sociopolítica de su tiempo.
Según Manuel Sacristán, los últimos poetas que saltaron el cerco entre la ética, la estética y la política fueron los románticos durante la Revolución Francesa. Está estudiada la vinculación de William Blake con el movimiento cartista, principalmente en La formación de la clase obrera en Inglaterra de E. P. Thompson, y es verdad que el prólogo de Sacristán a su Heinrich Heine, uno de los últimos versificadores realmente populares en Alemania, rastrea muy bien el fin de ciclo que supone la Restauración; las restauraciones, por lo general, son más de ratones de biblioteca que de creadores originales: véase la generación de Marcelino Menéndez Pelayo en España. Pero es radicalmente falso que Waterloo marque el final del compromiso político-poético, un concepto que recupera la inteligentsia parisina de posguerra (el caso de Jean-Paul Sartre es paradigmático) para así soslayar su pasividad durante la ocupación ante los nazis, aunque sí puede ser cierto —siguiendo a Sacristán— que todo intento schilleriano de armonizar la razón moral, el entendimiento sociopolítico y la sensibilidad emocional sea cosa de los últimos románticos. Solo que éstos rara vez lo son salvo en su imaginación.
El contexto de posguerra resulta especialmente interesante porque es el momento en que cristaliza una preocupante inactualidad —llamémosla indiferencia u hostilidad— hacia la poesía, cuyos máxima representación es Contra la poesía. Contra los poetas de Witold Gombrowicz, que es en realidad un ataque contra la pureza apolítica de algunas corrientes poéticas, y el pasaje mal citado de Theodor W. Adorno en Crítica cultural y sociedad sobre escribir poesía después de los campos de concentración, que habrá de matizar posteriormente en la Dialéctica negativa: “el sufrimiento perenne tiene tanto derecho a expresarse como un torturado a gritar; así que puede haber sido un error decir que después de Auschwitz uno no puede escribir poemas. Pero no es un error el alzar la cuestión no menos cultural de si después de Auschwitz uno puede seguir viviendo”, a lo que la longevidad de Adorno quizás responda afirmativamente.
En el ámbito del castellano esta oposición entre la pureza del que colabora con la barbarie y el derecho del torturado a expresarse se concreta de manera excepcional en el cruce de sables entre el Canto general de Neruda y el Canto personal de Leopoldo Panero. El primero, amén de hacer sus elogios a Stalin, se acuerda de la madre que parió a Dámaso Alonso y a Gerardo Diego, cómplices ambos del bando que asesinó a Miguel Hernández y a Federico García Lorca. La respuesta de Panero discurre, por el contrario, por los cauces conocidos de la pacificación entre hermanos; el vencedor tiene margen de ser magnánimo. Pero como respondió Pablo Picasso a la invitación pública de Sálvador Dalí de que volviera a la España franquista, Neruda podía decir de Panero que “me quiere echar una mano, pero yo solo puedo verle la Falange”.
Claro que la enemistad entre distintas tradiciones estéticas, políticas o ambas cosas a la vez están absolutamente periclitadas en el momento actual, una vez superada la anticuada oposición experiencia vs. silencio y abandonado el mercado de los libros a la sucesión de generaciones formadas por individuos engarzados en constelaciones donde muchas veces el vínculo de unión no es tanto la afinidad literaria cuanto la sencilla amistad entre personas de la misma edad. Basta señalar, como mero síntoma del momento, el hecho de que durante el franquismo las generaciones recibieran como bautismo el guarismo del año en que despuntaron sus integrantes como colectivo, mientras que hoy día se define a las nuevas hornadas a partir de la década de nacimiento. Por mucho que la Generación del 27 sea, según muchos, un subterfugio de Dámaso Alonso para hablar de la que hasta entonces se conocía como la generación de la República, resulta inquietante la división actual por décadas (los poetas de los 70, los de los 80, etcétera) que implícitamente asume como valor la mera juventud biológica, como si el mayor mérito de estos autores fuera el hecho de haber nacido. O incluso simplemente estar vivos.
Ante la falta evidente de homogeneidad generacional algunos recurren a una palabra, postmodernidad, demasiado gastada a estas alturas de la partida. En ningún sentido definible del término puede calificarse a los poetas nacidos de los 70 en delante de posmodernos, salvo que con ello quiera decirse que incorporan elementos de la cultura popular, como las marcas, lo cual no deja de ser un requisito del realismo en nuestro tiempo. En cuanto al estilo fragmentario o el uso ligero del metro, la lista de clásicos que han utilizado esta estrategia literaria es tan amplia que enumerarlos sería perder el tiempo. Por lo demás, la relación de los escritores españoles con un cuerpo de pensamiento que podríamos calificar sui generis de posmoderno, a saber, el pensamiento francés contemporáneo o la literatura comparada anglosajona, es tan epidérmica que se reduce a las reseñas en suplementos; un brindis a posteriori que nada tienen que ver con la angustia de influencias particulares que subyace a cada proceso creativo.
Los tiempos pueden ser posmodernos, si se quiere hablar hiperbólicamente, pero la forma en que responden los escritores ante ellos no es cuantificable, por muchas antologías que se hayan esforzado en hacerlo. Por poner un ejemplo a título meramente personal, advierto dentro de mi generación (nacidos en los 80 y 90) una preferencia por formatos y autores clásicos, supongo que como mera reacción ante la parafernalia tecnófila de sus mayores, un fenómeno pendular que ayer se fascinaba y hoy aburre. Huelga decir que esta afirmación está sometida al mismo proceso de obsolescencia teórica que observamos por doquier, conforme se acuñan y se oxidan los neologismos con voluntad sociológica. Si hay algo que nos está vedado es la visión de conjunto, salvo para la enunciación de unas cuantas verdades de Perogrullo, que de ningún modo obliteran la necesidad de enfrentarse a la realidad actual como uno considere pertinente.
De todas formas, aunque sea de modo tentativo, sí que cabe consignar que, en caso de haber algún referente común a las generaciones nacidas en democracia, este no sería tanto literario cuanto tecnológico. Hay una verdadera brecha generacional entre los escritores consolidados que tienen a su disposición todo el aparato propagandístico de los medios de comunicación tradicionales, cuyo uso de las redes sociales se reduce a la mínima expresión, y estos jóvenes escritores que no tienen otro lugar donde publicitar su última traducción al francés o al italiano salvo su propio muro de Facebook. La poesía participa de esta dinámica aunque sea como mera figurante, comparsa de un mundo bruñido a la medida de los novelistas. Es cierto, y lo hemos subrayado previamente, que los intentos de hacer que la poesía comulgue con las ruedas del molino de los nuevos formatos —versos enviados por SMS, por ejemplo— han sido un fracaso, lo que no quita para que de continuo se renueve en Internet el intercambio sincero entre poetas que están empezando. Más que como alternativa se ha establecido la blogosfera (ahora Tumblr) como un circuito paralelo habitado por eternos amateurs, jóvenes promesas y peña que cree ser el mejor escritor de su bloque de vecinos.
Es evidente que de este panorama no puede extraerse ningún código de buenas prácticas, con la excepción del lugar común de que cada quien debe enfrentarse a la escritura en soledad individual y lo más sinceramente que pueda. No queremos extendernos más en detallar el deber ser del poeta ante su Zeitgeist, y tampoco se pierde nada en ausencia de escuelas, camarillas o dictados teóricos. A diferencia de lo que sucede en otros campos más prácticos, por así decir, como el científico, no genera ningún daño el que alguien deje de obedecer una práctica establecida por la comunidad y se lance a escribir lo que a juicio de todos parece mala poesía; quizá no lo sea. Afortunadamente, no necesitamos un Clement Greenberg que nos sostenga. Quizás debiera apartarse a un lado este debate, el de las definiciones sociológicas, el de los análisis teóricos, hasta que se solvente un problema mucho más acuciante, que no por demagógico es menos cierto: el contexto económico. Sin una industria editorial relativamente saneada no hay Zeitgeist ni Umwelt contra el cual un poeta pueda enfrentarse, una vez convertido el recital de poesía en un ritual para allegados, haciendo la excepción de festivales como Cosmopoética donde parece que la lectura en público sí despierta pasiones.
Cuando uno escribe en términos genéricos sobre poesía y sociedad es inevitable recalar en la doctrina platónica. Si uno lee conjuntamente La república y Las leyes, buscando armonizar el destierro de la poesía del primer diálogo y la doctrina de las mentiras piadosas del segundo, termina llegando a la conclusión de que Platón no expulsa a los poetas de la ciudad porque manejen una ficción que nos separa de la verdad, un perfeccionismo gnoseológico éste —el pensar que todos podemos y debemos alcanzar la verdad— que está por completo ausente en los últimos momentos de su pensamiento, cuando estipula que los que no puedan alcanzarla deberán conformarse con mitologías aproximadas. Por el contrario, el principal problema es que la creación poética desempeña una función social distinta de la que le tiene reservada el filósofo. Su principal peligro es la independencia, que los poetas se ven tentados constantemente a hipotecar a cambio de la protección o la hostilidad del tirano. Contra la poesía politizada que cree que es su deber decirle a cada gobernante su verdad, independientemente de si se trata de la verdad del lameculos o la del irredento, Platón parece creer que hay un problema de auditorio: los gobernantes de la ciudad no necesitan de críticas o de elogios, pero los gobernados sí. Necesitan de una aproximación mitológica a las verdades que encarna el cuerpo social.
Un ejemplo de este manejo platónico son los recitales de poesía en la ceremonia de investidura del presidente de los Estados Unidos. Cinco poetas han leído sus poemas sobre la escalinata del Congreso en Washington; en este orden: Robert Frost (1961), Maya Angelou (1993), Miller Williams (1997), Elizabeth Alexander (2009) y Richard Blanco (2013). El salto de treinta años entre Frost y Angelou se explica por la cantada del primero, demasiado mayor y ciego para leer contra el brillo del sol los folios que había escrito en honor a John F. Kennedy, una elegía sobre el new order of the ages, los founding fathers y el latín en que “está escrito el billete del dólar / que aun llevamos en el bolso o en el bolsillo”, y se vio obligado a declamar de memoria The Gift Outright, un soneto de similar contenido imperial publicado durante la II Guerra Mundial: América ya pertenecía a los europeos antes de que llegaran a ella. Más delicados con las minorías se mostraron Bill Clinton y Barack Obama, el primero invitando a una negra y el segundo a un homosexual de orígenes hispanos; en ambos casos los críticos fueron unánimes a la hora de emitir su juicio: buena gente, malos versos. Se podría decir que los demócratas han convertido los recitales en la escalinata del Congreso en un símbolo universal de la conciencia tranquila multicultural, un ejemplo de mentira piadosa platónica articulada a través de la creación poética.
Qué decir, para terminar, sobre la el vínculo del poeta con su Zeitgeist, salvo que resulta ocioso estipular ningún principio normativo, pues varía mucho con el tiempo esta relación, en ocasiones mediada por el grado de alfabetización de una sociedad, en ocasiones con factores políticos, y en ocasiones simplemente nos encontramos con la marginalidad, la indiferencia generalizada, que parece ser la situación actual, ante la cual solo cabe recordar que también vivir apartado es —heideggerianamente— una forma de ser el mundo y que no es de extrañar que para algunos teóricos del derecho, como es el caso de Ronald Dworkin, dedicarse a escribir poesía cuando uno tiene talento para hacer otras cosas se considere prácticamente una injusticia, poco menos que un desperdicio de los bienes sociales, un gesto de egoismo supremo, cuando en realidad deberíamos preguntarnos, ¿quién sufre la injusticia, el que escribe para sí mismo o el gran público que se lo pierde?
*Publicado previamente en Años diez. Revista de poesía