Pantalla croquèt
Las variaciones Lecter
Anxo F. Couceiro
Decir algo nuevo sobre Hannibal, la adaptación que la NBC puso en marcha en 2013 sobre el personaje de Thomas Harris, se antoja una tarea complicada en vista de los ríos de tinta, lluvias de gifs y demás fenómenos blogosféricos que la serie ha suscitado; hacerlo, además, esquivando la tentación de acudir a referencias o juegos de palabras culinarios para titular el artículo, cargar de sentido adjetivos como “delicioso” o rematar la jugada con un bon appetit, es ya, directamente, una labor de titanes.
Aquí no somos titanes, y por ello será inevitable reincidir en algunos lugares comunes que, no por sobados, dejan de ser ciertos y necesarios para acercarse a esta locura diseñada por Bryan Fuller, factótum omnipresente de la obra sin cuyo exquisito buen hacer nada sería lo mismo.
Mads Mikkelsen ha superado todas las expectativas componiendo un Dr. Lecter más frío, sexy y ambivalente que el de Hopkins.
Hannibal es todo lo que se ha dicho de ella y más. Milagro insular de cable alumbrado en la programación pocha de una network; prodigio mimado por la crítica, infravalorado por las audiencias e ignorado por los grandes premios; delirio sensitivo que alimenta la suspensión de incredulidad; guiñol sangriento, y, por encima de todo, inteligentísimo pastiche del canon Lecter previamente establecido en novelas y películas sobre el personaje.
Es esa relación lúdica con el background del mito (uno de los villanos más seductores de la Historia del cine) lo que ha permitido a la serie afianzar una comunidad de fans que mantuviera viva la llama de su celebración mediática, por más que luego los ratings contradijeran esa pasión. Los llamados fannibals siguen las andanzas de unos personajes cuyo futuro ya conocen porque han firmado un pacto con el diablo y ese diablo es Bryan Fuller, quien desde el primer capítulo les hizo una promesa envenenada (“os traicionaré”), acompañada de otra no menos fascinante: “la traición os va a gustar”. Sí, sabemos que el Doctor Lecter acabará entre rejas y que, en el timeline que Fuller ha trazado (y posteriormente revisado), los acontecimientos que corresponden a la multiadaptada novela El dragón rojo serán llevados a la pantalla en la cuarta temporada, pero ya en el piloto los guionistas hicieron ver que jugarían con las cartas marcadas: no en vano, varios de los personajes clave nos eran presentados con el sexo, la raza o el acento cambiados en relación al material original de Thomas Harris y las adaptaciones protagonizadas por Anthony Hopkins.
Estamos en la época del reboot, concepto ligeramente matizado del remake que sirve para relanzar sagas, antiguas series de televisión o personajes míticos que en el pasado tuvieron sus días de gloria y deben afrontar la prueba de fuego de la modernidad. Llevar Hannibal a la televisión suponía enfrentarse a los mismos desafíos que tantas otras producciones sobre superhéroes de cómic o sagas necesitadas de un lavado de cara. El escenario de la televisión actual no está necesariamente condicionado por el temor a las ideas nuevas, como demuestra la abundancia de series en antena aferradas al riesgo, pero el coqueteo con la nostalgia es siempre un territorio recurrente a la hora de apostar por productos seguros, y, en ese sentido, la puesta a punto que a nivel creativo se ha llevado a cabo con el caníbal más célebre de nuestra cultura popular no dista mucho de los procesos emprendidos con franquicias como Star Trek. Si, en su resurrección de 2009, Abrams, Kurtzman y Orci justificaron el regreso a unos personajes de los que ya habíamos visto todo gracias a una argucia narrativo/temporal que no desvelaremos por deferencia con los tiquismiquis de los spoilers, Fuller, al cambiar elementos tan importantes como el género o el color de piel de sus protagonistas, nos avisaba de que su serie se desplazaría a placer por todo el canon precedente para crear un mashup de las aventuras lecterianas.
Estamos, pues, ante una dimensión paralela de la historia conocida por los fans que, al mismo tiempo, permitirá a los espectadores virginales enfrentarse al reto sin necesidad de guías previas. Y es que uno de los grandes valores de Hannibal pasa por apelar constantemente a lo que Umberto Eco llamó “la enciclopedia del lector”, haciendo que los hechos conocidos por el espectador versado siempre parezcan a punto de suceder… para al final acabar desencadenándose de forma enloquecida en otro punto de la historia, cuando no aconteciendo al perfecto revés. Porque sí: el fan quiere ver a Hannibal encerrado en su celda y con el bozal puesto, pero disfrutará sintiéndose traicionado al ver cómo los planes del perverso doctor ponen el broche a la primera temporada con una réplica deformada de esa misma ecuación (al tiempo que, por cierto, suena la ópera que Hans Zimmer compuso para la segunda película de la saga Hopkins dirigida por Ridley Scott).
No es recomendable dejarse llevar por las apariencias: nadie discute la falta de coraje que se esconde tras la insistencia de los estudios y las cadenas en resucitar marcas conocidas, pero hablar de “falta de ideas nuevas” para despachar con un análisis de terracita el fenómeno de este Hannibal es detener la mirada sobre los árboles en vez de sobre el bosque. No existe otra manera de reconfigurar el mito para el gusto televisivo moderno que no pase por una tormenta de ideas nuevas, y en la serie de la NBC las hay, y muchas, desde en el diseño de sus personajes hasta en la puesta en escena, pasando por todos esos laberintos que conectan el texto con sus referentes pero sin ahogarlo en la nostalgia.
No es casualidad que la Nueva Ficción Televisiva, en su fijación por profundizar en el antihéroe como figura central de sus obras, haya incidido de forma tan recurrente en esa categoría del personaje esférico que tiene en El Poder su mayor rasgo caracterizador. Así, lo que David Chase hizo en 2004 con House M.D. no era otra cosa más que una actualización del arquetipo holmesiano donde los enigmas criminales eran sustituidos por los enigmas patológicos de un procedimental médico. Sherlock Holmes es la quintaesencia del personaje con Poder: él sabe más que nosotros gracias a su talento innato para la deducción y su extraterrestre control del entorno (a la vez que su don supone una condena social y emocional). House, en calidad de remake inconfeso de la obra de Conan Doyle, encontró ecos de su éxito en otras producciones como El mentalista o las más recientes House of cards (puesta al día de la homónima británica) o The blacklist (que, curiosamente, reproduce los roles de El silencio de los corderos en otro contexto), por no hablar de Sherlock, la Obra Maestra en la que Steven Moffat cogió el testigo de actualizar pero-de-verdad a Holmes bebiendo (esta vez sí) directamente de las novelas originales. En todos los casos citados, los protagonistas son especiales en tanto en cuanto sus aptitudes les confieren poder sobre el resto de personajes y su entorno.
La televisión actual se nutre de estos modelos porque sus dilemas son interesantes y, también, porque satisfacen la vieja fantasía masculina del Puto Amo que todo lo controla en un parpadeo de genio. El ingreso de Hannibal Lecter en un ecosistema catódico propicio a los encantos del personaje con Poder se hace, de esta manera, perfectamente natural. El psiquiatra de Baltimore es un hombre culto, refinado, políglota, inteligentísimo, manipulador y, sí: fascinante. Su tara no es el autismo social de Holmes ni la misantropía de House, sino, bueno, el canibalismo; defecto que, como no podría ser de otro modo, lo hace aún más encantador a ojos de la audiencia.
Hannibal, al igual que House, es presentado siempre como un Dios; o, en su defecto, como un rival digno de Dios.
Rival digno.
Dios con aureola.
Ejem.
Hannibal.
Hannibal desde un ojete divino.
Ejem.
Bien es verdad que el personaje ya había sido caracterizado como una suerte de Mefistófeles que aportaba luz sobre el horror en las novelas de Harris y la saga Hopkins (también en el film de Scott era crucificado); una figura por encima del Bien y del Mal que coleccionaba noticias sobre derrumbamientos de iglesias; pero Fuller y su equipo de guionistas llevan hasta el extremo esta idea, calificando al personaje como “el Diablo” o “el humo” en numerosas ocasiones, e introduciendo su delirio de poder en el bromance que mantiene con Will Graham, a quien guía a través de las sombras. ¿No es pertinente, acaso, establecer un paralelismo entre la relación de Hannibal y Will con la que mantienen el Doctor Caligari y Cesare? ¿No llega a ser Will durante toda la primera temporada un sonámbulo en manos de una mente criminal? Esa fascinación homoerótica del clásico de Robert Wiene (que, según estudiosos como Siegfried Kracauer o García Requena, inspiró al mismísimo Hitler, otro Dios del Mal) planea sobre toda la serie como un sexy, enfermizo y surrealista estado de ánimo.
Hannibal condiciona a todos los personajes, a quienes manipula a su antojo para que hagan y deshagan conforme a su diseño, y cuando, al margen de la trama principal, tiene la opción de decidir sobre La Vida y La Muerte, sin que ello influya de manera determinante sobre sus posibilidades de ser atrapado, lo hace arrojando una irónica moneda (episodio Takiawase). Toda la serie pivota alrededor de un personaje cuyo único cómplice es el espectador: los demás son impermeables a su vileza y lo ven como si se tratara, en palabras de Bryan Fuller, del psiquiatra Fraiser Crane.
La manera en que todos estos elementos fueron configurados para dar forma a una serie de prime time no es, ni mucho menos, ortodoxa. Se ha acusado a Hannibal de ser una serie de network con la textura de una serie de cable que ni satisfacía a la audiencia de la NBC ni a los fanáticos de la calidad HBO, y es verdad que en sus primeros episodios puede llegar a tambalear las expectativas del espectador menos paciente. ¿Qué es? ¿Un procedimental? ¿Un drama gore? ¿Una comedia negra? Desde luego, hay explicación para ese desconcierto inicial. Las tensiones creativas entre Fuller y la cadena se dejan notar en que los primeros episodios parten siempre de un caso-de-la-semana; asesinatos que requieren de la imaginación de Will Graham para ser resueltos y de la asistencia psiquiátrica del Dr. Lecter para que éste no pierda (o sí) la cabeza. Esta estructura es muy habitual en las series de cadenas generalistas porque permite, a través de tramas autoconclusivas, mantener la atención de los espectadores menos exigentes. No es necesario haber visto el capítulo 9 de CSI para entender el capítulo 10, etc. La pregunta es: ¿importan en Hannibal esos casos (cuya resolución suele comerse no menos de 15 minutos en episodios que no superan los 40)? ¿Resulta intrigante descubrir quién es el asesino? La respuesta es “no”, claro, pero Fuller hace trampa con mano sabia, pues todos los homicidios por resolver ayudan a mover emocionalmente a los personajes, algo que, si bien no deja de ser norma en series mucho menos estimulantes como la citada CSI, en Hannibal viene acompañado de un diseño de producción barroco, gore y descabellado, donde cada escena del crimen aporta suficientes reclamos visuales como para incorporar citas que den sentido al texto.
Instalación de Damien Hirst.
Escena del crimen en Hannibal.
Otros asesinatos.
Naturalmente, la lógica y la verosimilitud se resienten en una serie que nos pretende colar un Baltimore poblado por decenas de psicópatas, todos ellos dispuestos a invertir su tiempo en crear exquisitas obras de arte con sus víctimas, pero Fuller sortea la lógica interna imponiendo una atmósfera perturbadora, onírica y enrarecida sobre la función, pródiga en ambientes gélidos, bosques amenazantes, sueños y alucinaciones. No se trata de una ambientación realista, sino feérica. La Verdad en Hannibal trasciende la verdad de los hechos (irrelevante) para conectar con la verdad de los personajes, lo único que le importa a una serie que en sus mejores tramos llega a ser un thriller psicológico en el sentido literal del término. Así lo explicaba Fuller en un talk show de Youtube llamado What The Flick?!: «La lógica interna es algo que vuelve locos a mis guionistas, hasta el punto de que dan vueltas por la habitación diciendo: “¡La serie es una mierda y no tiene ningún sentido!” Pero para mí, en realidad, tiene sentido emocional. Ésa es la historia que quiero contar. Quiero ir por la senda de las emociones y del cine. La lógica, creo, es importante, pero a un nivel secundario o terciario. [...] No tengo ningún interés en hacer un thriller forense.» [18:55-19:42]
Este pastiche entreverado vísceras y dream logic sólo podría funcionar en una televisión como la NBC aportando humor al cóctel. Hannibal se disfraza constantemente de comedia negrísima para justificar la locura de su universo y para hacer más digerible al espectador medio la identificación con un protagonista/antagonista que, al fin y al cabo, es un monstruo. Para ello, recurre a las mismas armas que Ridley Scott en la película homónima de 2001, donde Anthony Hopkins pasaba a ser El Bueno de la función, hasta el punto de que era el personaje más honesto de la trama. Ahora bien, la operación no tiene nada que ver con la llevada a cabo en Dexter, por ejemplo, otra serie donde el héroe era un psicópata. Es verdad que, a priori, ambos asesinos se valen de un código para ejecutar sus travesuras: si el primero restringía su target a aquellos villanos que se le escapaban al sistema judicial, el segundo sólo come, preferentemente, personas maleducadas; no obstante, la coartada moral no es algo que interese a Fuller, que en la segunda temporada eleva las cotas de crueldad lecteriana hasta extremos que, de no mediar el humor y la frivolidad pop, serían insoportables. El camino que la serie labra para hacernos cómplices de esa maldad conduce a la orgía pulp. Jesús Palacios, en su crítica al filme de Scott (publicada en la Fotogramas de marzo de 2001), fantaseaba con una nueva entrega de la saga Hopkins donde éste impartiera “justicia caníbal por el mundo entero” armado con “un garfio de hierro” (Lecter acababa manco en aquella entrega). Pues bien, la obra de Bryan Fuller es, de acuerdo con ese anhelo, un sueño hecho realidad. Estamos hablando de una serie en la que el archienemigo por antonomasia de Lecter porta un grimoso ¡bastón!
Chilton: ¿llevará parche en la tercera temporada?
A la hora de llevar a la pantalla este guirigay, Fuller ha demostrado elegancia en la selección de directores. El tópico nos dice que el cine es el reino del director y la televisión el reino de los guionistas. Como todo buen tópico, es discutible a la par que, a grandes y maximalistas rasgos, cierto; pero en el caso que nos ocupa cada plano parece escapar de la vulgaridad con vibrato artístico propio. Es ése otro de los grandes reclamos de la serie: su factura visual. Y con factura no nos referimos a que esté-bien-hecha, lugar común (el bienhechismo) muy socorrido que apenas significa nada. La buena factura de la serie pasa por tener una puesta en escena inteligente, donde la cámara evita la rutina para contar algo sobre los personajes en función del ángulo, el movimiento y la composición de plano; algo, por cierto, nada fácil, a tenor del ajustado presupuesto de la serie, que la lleva repetir localizaciones continuamente (el 70% de la serie transcurre en las oficinas del FBI, el despacho de Hannibal y las casas de éste, Will y Bedelia). Por suerte, detrás de las cámaras hay estetas reputados como David Slade (director de Hard Candy, que abandona tics cliperos para marcar las pautas de esa atmósfera enfermiza de la que ya hemos hablado), Guillermo Navarro (director de fotografía de su homónimo del Toro) o Vincenzo Natali (creador de Cube o Splice), además de profesionales del medio que ya mostraron su talento en series como Battlestar Galactica (Michael Rymer) o House of Cards (James Foley).
Valgan como ejemplo de este rupturismo formal las soluciones visuales que se toman en estas tres secuencias:
–El disfrute operístico que va desde las cuerdas vocales de la soprano hasta el abismo auditivo del propio Hannibal (episodio 7, temporada 1).
–El montaje pre-clímax final de la segunda temporada, donde Will se enfrenta al ángel y al demonio que le susurran para manipularle, cada uno desde un extremo moral opuesto:
–Y, sobre todo, esa escena sexual del episodio 10 de la segunda temporada que incorpora hasta cinco personajes en toda clase de posturas alucinatorias.
En esta secuencia, dirigida por Vincenzo Natali, resulta especialmente poderosa la banda sonora de Brian Reitzell. El compositor de, entre otras partituras, Lost in translation, es una pieza clave del engranaje: no sólo se encarga de la música, sino del diseño sonoro, que va fragmentándose y volviéndose más y más oscuro a medida que Wil Graham pierde la cabeza. Hay resonancias lynchianas en el trabajo de Reitzell, que llegó de la mano de David Slade, con quien ya había trabajado en 30 días de oscuridad. Su labor es imprescindible para que la atmósfera cuaje, acompañando las imágenes de manera que éstas resultan todavía más opresivas y pesadillescas. También él ha sido capaz de involucrarse en el espíritu frankesteninano de la serie. Si los guiones remedan el canon de Thomas Harris para crear algo nuevo, Reitzell pone la guinda a la segunda temporada con una lectura ralentizada de las Variaciones Goldberg de Bach: recordemos que Lecter escuchaba el aria da capo cuando aporreaba suavemente a los guardias penitenciarios en aquella escena antológica de El silencio de los corderos.
Esta composición bellísima, con la que finaliza el episodio Mizumono, último emitido hasta la fecha, nos sirve asimismo para cerrar nuestra aproximación al trabajo de Fuller y su equipo. No se trata, como decíamos, de usar ideas (o partituras) viejas, sino de reconfigurarlas; de establecer variaciones en torno a la línea de bajo que suponen las novelas y películas originales. Hannibal, como obra de arte eminentemente visual, arriesgada y enloquecida, está destinada a seguir creciendo y a ser objeto de análisis más exhaustivos que éste. La tercera temporada está prevista para la primavera de 2015, y, por lo que sabemos, no parece que vaya a frenar un ápice su apetito por el riesgo. Para a todos aquellos que todavía no se hayan sumergido en su mundo, desde La croqueta sólo podemos citar al Dr. Lecter e invitarles a entrar con una amplia y maliciosa sonrisa. Please, come in.