top of page

Punto de bosta

La sociedad y los perros

Camilo de Ory

A raíz del reciente y merecido sacrificio de Excalibur, chucho sospechoso de ser portador del ébola, en España hemos asistido a una explosión inédita de amor a las bestias en general y a los perros en particular, así como de violentísima hostilidad ante todo ser humano que opinara que administrar la dosis indicada de cianuro al ladrador objeto de la controversia había estado bien. Aunque el episodio es sintomático de la decadencia de una civilización que rechaza la racionalidad y se deja arrastrar por las emociones más elementales (Excalibur era una monada), en el presente artículo apartaremos el foco de Occidente y lo centraremos en el perro como tal y en todo lo que el perro significa para el hombre, que es mucho, por haber estado rondándolo desde tiempos inmemoriales y haber levantado la pata tanto sobre la rueda del ciclomotor del más pobre como ante el baobab del jardín del más poderoso. Reconozco que no soy objetivo en este tema o, más bien, presumo de sí serlo, ya que no guardo al perro ningún afecto que pueda nublarme el juicio: de hecho, me choca que sea un animal tan apreciado por la mayor parte de la gente, porque lo considero un bicho lleno de malas cualidades y creo que su aparente devoción por nuestra especie es interesada, a pesar de ser, como casi todo en él, instintiva.

 

El perro doméstico es la degeneración evolutiva del lobo, que con los milenios ha perdido todos los rasgos que hicieron de él un ser mítico para convertirse en una caricatura desoladora de sí mismo. Un antiguo depredador que ya no devora casi vivas a sus presas, sino que come de un cuenco; que no impone su salvaje ley en la tundra, sino que descansa en el regazo de señoras en bata; que, es cierto, aún no ha abrazado el vegetarianismo, aunque prácticamente está a punto de hacerlo y se alimenta de piensos compuestos y sobras. Habrá quien diga que su comportamiento ha mejorado desde el punto de vista ético, pero lo cierto es que el perro ha renunciado a su esencia para convertirse en algo mucho menos deslumbrante de lo que fue. Imaginad a un hombre que, dentro de diez mil años, hubiera dejado de caminar erguido, cultivar las tierras, levantar acueductos y pintar Las Meninas para limitarse a dar saltitos y volteretas que complacieran a los miembros de una especie superior, de la que espera recompensa. Un género humano que se hubiese diversificado en un sinfín de variedades visuales estrambóticas, tan alejadas del canon original como lo puedan estar las razas chihuahua o salchicha entre los perros. Una Humanidad cuyos miembros, además de sufrir la intolerable afrenta óptica recién mencionada, hubieran dejado atrás cuanto antaño tuvieran de independientes para convertirse en individuos gregarios no ya de otros como ellos, sino de unos seres extraños, de quienes viven y a quienes en resumen parasitan.

Somos testigos no ya de la glorificación de un parásito, sino de la del parásito definitivo, que ha desarrollado un repertorio inabarcable de miradas lastimeras, cucamonas seductoras y fiestas variadas para conseguir comida y casa gratis. El perro es el cuñado gorrón que duerme en el sofá en su versión 2.0. Se parece al original en que jamás va a abandonar para siempre el edificio por las buenas, y se diferencia de este en que si lo ponemos de patitas en la calle no sólo tendremos problemas con la parienta, sino también con la marabunta biempensante y con la policía. El perro está a un paso de convertirse en sujeto jurídico y apropiarse de una parte de los derechos que los sujetos jurídicos naturales, es decir, los hombres, perdemos por minutos, lo cual constituye una paradoja como mínimo curiosa y es, de nuevo, indicativo del extravagante rumbo que está tomando el barco en que viajamos hacia el futuro. Lo hasta aquí dicho no implica, desde luego, que nuestro peludo amigo no pueda tener defensores incluso entre los científicos y pensadores más racionales: estoy seguro de que Darwin se sentiría orgulloso de una especie que no sólo ha conseguido adaptarse al medio, sino también convencer al medio de que debe modificar sus leyes para garantizarle que puede seguir haraganeando por los siglos de los siglos.

 

Por suerte, no todo está perdido y en nuestra cultura aún quedan rastros del sentido común que imperó en otras épocas. Un día de perros sigue siendo algo espantoso, a pesar del prestigio que los perros han ganado en todos los foros. De alguien se dice que es “muy perro” cuando, precisamente, exhibe las cualidades que este animal atesora hoy en día (el oportunismo acomodaticio, la pereza), dando a entender que todavía las reconocemos como negativas. Y aún matamos al prójimo como a un perro si lo hacemos de manera expeditiva y desconsiderada, sin concederle tiempo para redactar testamento o rezar un avemaría, aunque al librarnos de un San Bernardo hidrófobo tengamos que cumplimentar trámites mucho más complejos y someter la decisión a un interminable debate social, del que saldremos tocados sin remedio. Son palabras pronunciadas en tiempo presente que sin embargo nos hablan de un tiempo pasado, con esa desconcertante capacidad que tiene la lengua para desconfigurar el mundo mientras lo configura. Podemos decir que, en el caso que nos ocupa, como en tantos otros, los hechos van muy por delante del lenguaje o que el lenguaje es el guardián mudo de las costumbres, la llama milenaria y resistente que nos alumbra en la noche en que nos empeñamos en convertir la Historia. Tenemos que elegir entre abanicar el aire con suavidad para avivarla o mojarnos dos dedos con saliva y pellizcar el pabilo de la vela, para que se extinga como un lobo ártico y deje que un caniche taimado y zalamero ocupe su lugar.

 

 

 

 

 

*Ilustración de Andrea López

 

bottom of page