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Relato hasta hoy inédito

La penitencia

Jacinto Raingault

¡Pero eso es un pecado gravísimo! ¡No, de ninguna manera! No te puedo dar la absolución a menos que prometas ir este año como penitente en la estación del Señor de la Paciencia. Con dos cadenas en cada tobillo mientras decía esto, el Padre Germán se abanicaba con el programa lleno de orlas imposibles y clavos y coronas de espinas de fantasía en tonos negro y morado. Hacía mucho calor en aquel confesionario, y sus reservas de paciencia eran inversamente proporcionales a sus reservas de grasa.

 

Críspulo, el jorobado del pueblo, iba a interponer alguna palabra, pero prefirió dejarse vencer por el peso de su espalda y besar la mano del encasullado sacerdote, que, si bien quizá no sabía más que el Tostado, empezaba a sudar ya más que un tostoncete, y era mejor no sacarlo de sus casillas. Era aún de buena mañana, y en lugar de quedarse a la misa, donde no podría comulgar, se encaminó a la casa del médico.

 

–Don Ángel, espero que Vd. entenderá mi problema Críspulo sabía que Don Ángel era un hombre de mundo, pero estaba muy lejos de pensar que eso significara entender nada de nada. Don Germán quiere que salga en la estación de penitencia, pero no me puedo señalar de esa forma. Por más que vaya encapuchado, todo el mundo sabrá quién soy. Seguro que Vd. puede hacer algo por disimular mi chepa, con perdón.

 

Don Ángel se acarició la rizada barba y el bigote y sacó un cigarrillo de una pitillera con sus iniciales.

 

Tengo que reconocer que, desde que prohibieron el Carnaval, Semana Santa es el único momento en el que este pueblo me resulta más llevadero. Veo a los mismos aldeanos de siempre, pero disfrazados. Pero hay tan poca gente que se puede saber quién va debajo de la capucha simplemente porque falta de la vista, como Supermán. Así que yo que tú no me preocuparía: te van a reconocer con o sin joroba, y no pidas tanto perdón que algo harías para que Don Germán te imponga semejante penitencia. Todo lo más, puedo hacer que el boticario te dé un linimento para antes de la procesión. O para después. En realidad, tampoco servirá de nada.

 

No sea así, Doctor. Vd. es un hombre de ciudad y no entiende cómo es la gente en los pueblos.

 

Justa, ¿quién te ha dado vela en este entierro? No sabía que andabas trasteando por ahí, y menos que ibas a tener voz y voto en materias espirituales. ¿Qué tripa se te ha roto? 

 

Señor Doctor, es que entienda, el Críspulo le ha venido con un problema muy sensato y de mucha razón.

 

Y también muy privado, ¿no te parece? Secreto de confesión, diría yo mientras decía esto, Don Ángel intentaba volver a encender su cigarro, que no había prendido.

 

Mira, Críspulo, lo que tienes que hacer es ir a la Maga de la Montaña, que ella sí entenderá de estas cosas de los pueblos.

 

Justa, por última vez, esto es demasiado. ¿Te entrometes en la consulta y encima me sales con esas? ¿No te vale el pan que comes aquí? ¡Fuera de mi vista los dos! Y tú, Justa, vuelve con una cesta de huevos y una libra de aceite. Y más vale que te llegue el dinero, porque no va a haber más.

*Ilustración de Andrea López

Don Ángel decidió cerrar la consulta, se puso el sombrero y se fue al Casino. “La Maga de la Montaña…”, iba repitiendo. Una vez allí, pidió El Eco de la Provincia,  se sentó en un sillón con orejas y acabó dormido con el periódico cubriéndole la cara. Se despertó con alguna letra impresa en la mejilla y otra en la barba, y vio que se le había hecho tarde. Bajó las escaleras y encontró a Eulalia, la señora de la limpieza del Casino, hablando con su sobrina de quince años.

 

Pues yo que fuera Críspulo, iría a ver al Señor Obispo, porque no es de ley que te señalen tanto en un pueblo como este. ¡O qué! Con las lenguas que tenemos.

 

Don Ángel montó en cólera y poco le faltó para blandir una espada de fuego. A paso acelerado regresó a casa y abrió con las dos manos las puertas de la cocina. Justa cortaba longaniza, con poca probabilidad para uso del almuerzo.

 

¡Descarada, lenguaraz! ¿Otra vez lo has vuelto a hacer? ¿Es que no tienes ética profesional?

 

Ay, Don Ángel, no me dé estos sustos que por poco me corto. ¿Qué ha pasado?

 

–¡Demasiado lo sabes, lamia, lamprea! ¿No me termino el periódico y ya sabe todo el pueblo lo que pasa en mi consulta? ¿Qué te tengo dicho del Juramento Hipocrático?

 

Ay, Señor, pues ya sabe Vd. lo que le tengo dicho yo, que ese juramento lo tienen hecho Vds. los médicos, que son los que saben, y que una servidora no sabe más que sacar sangre con muy buena mano y adobar las perdices con mejor, que por eso me tuvieron los que estaban antes que Vd.

 

También es verdad. Bueno, pero que no vuelva a pasar.

 

¿Y sabe qué solución le ha acabado dando Francisca, la hija de la lechera? La más absurda del mundo. Que se ponga el capirote en la joroba y que finja que la cabeza es la barriga, porque en el pueblo hay pocos barrigones pero, al menos, más que jorobados esto le decía a la Maga de la Montaña su criada mientras regaba el espliego.

 

No es extraño que haga carrera en un pueblo de idiotas como este musitó sin levantar la cabeza mientras buscaba hilos y pelusas en su impecable veste negra.

 

Don Germán había querido ser generoso con el incienso, y exigía a Juanín, el turiferario hijo del huevero, no ser parco con las nuevas cucharadas. Al final la iglesia acabó pareciendo una sauna, o tal les parecería si supieran algo de lo que pasaba en otras latitudes o a qué dedicaba la gente en ellas el tiempo y las ramas de abedul (si hubieran sabido también los del pueblo qué cosa eran abedules). Y menos mal que su conocimiento del mundo era limitado, porque eso les evitaba espantarse de ver caminar, por delante de Nuestro Padre Jesús, al mismísimo Padre Ubú, que a tal figura habían reducido al penitente los consejos de Francisca.

 

En efecto, entre aquellas vaharadas que ya tenían más de infernales o culinarias que de otra cosa, apenas podía distinguirse, pero se distinguía, una forma maciza y trunca en la que el capirote, en comparación con el volumen del tronco, parecía un cucurucho de camarones, y al que movían dos titubeantes muñones prolongados por los tentáculos de las cadenas. Luego de atravesar las escasas y angostas callejas, que el humo del incienso había convertido en chimeneas, el impresionante pero descerebrado capirote se acercaba ya a la tribuna donde el Alcalde departía con, ¡cosa rara!, un caballero inglés venido ex profeso para ver la solemne fiesta.

 

Pues sí, Don Lawrence, es verdad que aquí queremos mucho a los animales, pero la verdad es que no entiendo su interés por estas virtudes del pueblo.

 

En mi tierra, esa fama la tienen los galeses.

 

Comoquiera que fuera, bien por la atenazante nube de incienso, bien por la impresión producida por las autoridades y las no obstante pocas y mal dispuestas colgaduras, bien por la trabazón imprevista de las demasiadas cadenas, fue precisamente en ese momento cuando aquella mole procesionante, hecha de más cartón que carne, cayó de plano sobre el suelo.

 

En pocos segundos, el vientre de la involuntaria tarasca y el humano ocupante de la inhumana figura recibían una pregunta en perfecto castellano pero con la más perfecta pronunciación de las Islas Británicas:  ¿Se ha hecho Vd. daño, Críspulo?

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