Blanco roto
El yo moderno, revisited
Alejandro Simón Partal
Amo a los vivos. Amar a los vivos es hoy la expresión máxima de vanguardia. Amar a los vivos es ser absolutamente moderno. Amo a los vivos porque sólo amo las cosas que se levantan con facilidad. Amo a los vivos porque la gente que sólo habla o añora a los muertos suele empezar a compartir muchos rasgos físicos con ellos. Siento pena de los muertos porque ya no están, y no pueden hacer nada. Siempre me dan pena sus muertes. Lou Reed haciendo haciendo taichí sin tener mucha idea de lo que hacía es desolador; peor sería imaginarlo vestido de cuero, claro, pero haciendo taichí en Nueva York sin saber muy bien qué hace da congoja. Pena de Leopoldo María Panero, que murió más solo que el silencio en un psiquiátrico de una isla —lo peor de todo es lo de la isla—, y que pasó los últimos años rodeado de poetas malísimos que enumeraban sus coca colas como si fueran medallas de Príapo. Pena. Pena de Robin Williams que pasó el día antes de quitarse la vida deambulando por una galería, intentando formar algún corrillo, ser del grupo, para acabar mirando el móvil como analizando sus virtudes cortantes. Todos tenían mucho que decir pero a ninguno les dejaban hablar. Lo mismo le pasaba a Fernán Gómez, cuando estaba con más gente, todos lo admiraban por lo culto e inteligente que era, pero ninguno le dejaba hablar (así lo confiesa en el excelente trabajo de David Trueba). Pobres, eran muertos insepultos por fin resueltos, recordados ahora por muertos insepultos por resolver. Son fáciles de reconocer, ya veréis, comparten una forma común de comportarse: siempre pagan los cafés (eran otros los tiempos del whisky, ya no), muestran un desinterés absoluto hacia su íntimo receptor (eran otros los tiempos donde la gente no era funcionaria), y sólo hablan de la que ya no (está todo inventado). Lástima que lo único que falte sea la sepultura en vida. Lástima que no les caigan todas las coca colas de Panero de una vez en la cabeza. Insepultos de los cojones. Como en la escena del documental de Moreira Salles, que recuerda en un colosal artículo la escritora brasileña Eliane Brum, donde el protagonista cita al cineasta Bergman: "Somos muertos insepultos, pudriéndonos bajo un cielo cruento y vacío". Pudriéndonos bajo un cielo que ya ha sido inventado. (Ay, uno no se pudre hoy como lo hacia antes. Cómo me alegro de verte. Ya nada es lo mismo. No, no, no. Esto lo pago yo, ya no se gana como antes pero pago yo. Quien tuvo, retuvo, guapa). No pretendo decir nada nuevo, ni pretendía escribir un artículo, ni mucho menos algo original. Lo original endominga. Todos esos insepultos buscando la originalidad, qué pesados. Dios, cuánto amo a los vivos. A los que se pasan el verano golpeados por la piel, el salitre y el poniente. Esos que se encierran en un hotel de Tarifa y hacen de la piscina una placenta eterna donde matarse. Cómo amo a los que salen cada noche en Ibiza sin ninguna certeza de volver a salir de allí. Amo a los vivos. A Kurt Vile o a María Rodés, que parecen mis padres, y sólo son músicos mucho mejores que algunos muertos. A Antonio Lucas por escribir "que nunca sea un recuerdo de un nunca pudo ser". A Michel Onfray porque sabe que la superación de la naturaleza crea lo humano. Amo a los vivos porque ocultan su vida tras lo vivo. Amo a los vivos porque están construidos de enigma. No existe una muerte enigmática, todas son idénticas. Lo que existe es un final enigmático, y los finales están sobrevalorados y mercantilizados, puedes ver a los zombies adictos a finales zarpatóxicos en las librerías de las grandes ciudades, como si estuvieran por la Cañada Real buscando algo puro. El enigma es exclusivamente vital. El enigma elimina lo previsible que mata; hace que el contacto vaya mucho más allá del cuerpo o del arranque. Siento pena de los muertos. Eso no quita (y esto ya lo dije antes, sí, pero aún es verano y todavía sigo en Tarifa, majos) que estoy seguro que el cuerpo de Cristo está hecho a la semejanza de Lou Reed; Cristobal Colón descubrió América sólo para bailar un ratito con Lou Reed ("dos monos diferentes de dos árboles distintos", Pow Wow), y que iba confundido lo mismo fue una invención del propio Bowie, muy celoso en aquellos años; cuando Rimbaud dijo que había que ser absolutamente modernos estaba pensando ya en Lou Reed; la verdadera transición española fue Lou Reed y "Coney Island baby" su única constitución, esa a la que los casposos nunca se aferraron; cuando el once de septiembre aquellos aviones reventaron las Torres Gemelas, los terroristas se aseguraron de que Lou Reed no estuviese dentro ni cerca. Nueva York. Hubo un tiempo que poetas y cantantes iban a Nueva York tras los pasos de Juan Ramón Jiménez o Federico García Lorca, sin saber que éstos sólo estaban preparando el terreno, eran muy listos y se olían algo, algo iba a pasar en aquel sitio entonces inabordable (ya no es lo que era, claro. Ni tampoco Detroit, ni Roma, ni Estambul, ni Madrid, ni Sabinillas. Nueva York. Se murió allí haciendo taichí, en una ciudad hortera y desfasada, en una isla como el reality de Panero. Y Leopoldo, que fue un erudito, un poeta gigante, rodeado de contables de gaseosa. Pena de tantos otros. Me da pena Amparo Muñoz que nunca podrá disfrutar de la llegada de cruceros a Málaga, repletos de chicos rubios e incisivos. Amo a los vivos y a lo bello. Me da pena de los esclavos de la costumbre incapaces de mirar más allá. Todo eso que se ha ido ya ha sido superado, insepultos. Amo a los que siempre están cansados. "El cansancio tiene un gran corazón", esgrimió Blanchot. Amadme, que yo os amo. Plenitud de hoy. Urgencia de ahora mismo.