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Punto de bosta

El portero del Ritz

Camilo de Ory

He hecho tres o cuatro preguntas aquí y allá y  me han confirmado que el señor que hay en la puerta del Ritz con un esmoquin y que da la bienvenida a los clientes NO ES EL DUEÑO del hotel. Y el negro con levita y chistera que recibe a pie de calle a los que llegan al Palace en coche, tampoco. Cómo se os queda el cuerpo. Al parecer, se trata de unos simples empleados en quienes los propietarios del inmueble delegan la responsabilidad de acoger con los brazos más o menos abiertos a quienes llegan. No obstante, se deshacen en sonrisas o arrugan el ceño ante los invitados, según exija la situación, con la misma confiada autoridad del que sabe que todo aquello es suyo. Y nosotros, felices, participamos en el juego y agradecemos su cordialidad o reculamos en nuestro comportamiento festivo ante su mirada de reproche, como si la pantomima no fuera tal sino un acto social honesto, preñado de verdad. 

La vida es un teatro y en muy pocas ocasiones tenemos el privilegio de interpretarnos a nosotros mismos: el hombre de la chistera protagoniza una comedia sofisticada, algo parecido a una película de amor y lujo, pero esa vida no es su vida y la nuestra junto a él se convierte en otra farsa. Una chistera deja de ser señorial cuando en lugar de cubrir una cabellera insigne y plateada es el hogar del conejo del fraude: es tan agradable que un tipo con aspecto de millonario te lleve las maletas como triste descubrir que espera una propina. El hábito no hace al monje, pero puede hacer pasar por monje a quien no lo es, y las ropas del portero del Ritz son un uniforme comparable a los eclesiásticos trapos en cuanto a visibilidad y capacidad de engañar al prójimo, aunque sin ninguna duda lucen mucho más: el portero del Ritz es como el payaso que se desmaquilla ante el espejo después de la jornada de trabajo, y, al igual que él, posiblemente no pueda contener el llanto al devolver, melancólico, sus prendas de faena a la percha del vestidor.

 

Mientras el portero del Ritz me brinda una sonrisa de dueño del Ritz, el dueño del Ritz seguramente esté paseándose por ahí con unos vaqueros rotos a la moda, lo cual no hace sino incrementar la confusión y enredar la madeja aún más: cuando las formas no concuerdan nunca con el fondo, la vida se convierte en un Carnaval en el que la letra de las chirigotas no siempre tiene gracia. Todo es según el color del cristal con que se mira y el mundo está tan lleno de cristales deformantes de colores psicodélicos que ya no sabe uno cómo debe actuar: darle una propina a un hombre con sombrero de copa es un acto tan paradójico como robarle el bocata a un mendigo, aunque el segundo gesto resulta algo más delicado que el primero desde los puntos de vista higiénico y moral. Soy consciente de que vivir en medio de la confusión a que inducen estos hechos nos va a acarrear serios problemas, pero no tengo nada claro qué es lo que debemos hacer al respecto: poner remedio legal a las alegres suplantaciones sería atentar contra la libertad de los hombres, pero también ordenar mínimamente el Cosmos, que ya se ríe bastante de nosotros con eso del caos como para que encima le demos facilidades y le hagamos la mitad del trabajo, permitiendo la burla y el disfraz en nuestra vida.

 

 

 

 

 

*Ilustración de Andrea López

 

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