Pinecoteca
Dos poemas de Víctor Sierra
De polvo como yo.
De polvo como roca
convertida en ejército de azores
que salen de tu boca
de muerte y de colores
que lento van calmando mis dolores.
Empiezas a girar
con cuerpo de panal de mil abejas
lanzadas al azar.
Pero al pasar me dejas
aurora atravesada en las orejas.
La luz era una flor
de sangre como lo es la voz vertida
con alma y con temor:
es una flor la herida
creciendo bajo piel amanecida.
Un manantial silente
de párpados y boca figurada
que irremediablemente
con labios de la nada
transforma al amador en cosa amada.
En la mañana ida
—peonza de tu aroma y de tu ruido
que acaba con mi vida
tan solo con sonido—
de polvo de tu cuerpo me has herido.
De polvo como yo, pero de polvo.
Madrid, 7 de agosto de 2013
Si pasara la carne que devora
fotones cuando vamos a la cama
quitándonos la vida como escama
y arrancando la piel infracolora.
Si pasasen los días como arena
en un hilo de sangre melodiosa,
si la roja arquitectura sinuosa
salpicase de luces cada vena.
Si pasara la sangre, esa otra sangre
transparente, esa muerte de saliva
que deifique tu cuerpo y lo descarne
entrega tus placeres a la sangre.
La carne fue misión y estuvo viva
cuando tuvo a su lado esa otra carne.
Madrid, 17 de junio de 2012
Cristian Piné
Estas dos muestras, estos dos conejillos de indias separados de la manada (Mañanas escogidas), suponen una representación bastante fiel de la poesía de Víctor Sierra y de su proyecto: la búsqueda de una perfección basada en la constancia.
Las formas clásicas que moldean sus palabras, una serie de liras y un soneto, en la actualidad no pasan de ser asumidos como un ejercicio, un divertimento, un alarde/postureo métrico; pero en la poesía de Víctor no funcionan del mismo modo. Como buen conocedor de la poesía del barroco (no es casual que el primer poema nazca y se agote en el polvo), sabe perfectamente que la musicalidad del poema y la fluidez de la rima deben estar a la altura de lo que se dice. Un ejemplo que sacrifico de este primer poema: la constancia del ritmo hace que nosotros también giremos con cuerpo de panal de mil abejas.
Y es que es muy peligroso dejarse llevar por el ritmo y no prestar demasiada atención, de nuevo, a lo que se dice como si fuera una canción disco de los ochenta. Nos perderíamos un amor de sangre, tan elemental para su autor y, por lo tanto, para los posibles lectores, que se convierte en toda una misión. Ese acto no podría existir de ningún modo sin la presencia de la luz que, a la vez, caldea la carne y la expone a la crudeza de la vista y del tacto. Como si fuera un retablo debidamente iluminado, este amor se compone de elementos pictóricos y arquitectónicos (y diría que un órgano melodioso puede escucharse a lo lejos). Pero todo esto parece agua pasada cuando, después de tanto subjuntivo tejiendo las estrofas, nos encontramos con un contundente pretérito, tan perfectivo que duele.
En ambos poemas las rimas están ligadas con mucha elegancia. Si bien ninguna de estas palabras liminales destaca, es precisamente este hecho lo que crea una continuidad armónica en el texto. Es posible que piensen que rimar sangre con sangre puede considerarse una trampa, una licencia poética como dicen eufemísticamente los escritores, aunque parece responder más bien a una insistencia que ya se daba antes en el poema y que acaba de recalcarse con una rima perfectísima. Es obvio que Víctor Sierra no es la Ana Torroja que canta hacemos por una vez / algo a la vez y que sí tiene algo del José Hierro que sonetea con todo y nada.
El primer poema tiene otro color, una conjunción de tonos más secos y oscuros. Lo que no cambia demasiado es el tema: un amor que, en este caso, lo transforma todo al antojo de una peonza que cruza el poema y no deja de girar. Roca convertida en ejército, la luz, en una flor; todo ello lleva a la meta{morfosis/fora} más esperada: la del amador en cosa amada. Después nada importa, las heridas quedan pero llega el polvo.
En roca, en flor, en manantial, en polvo, en nada.