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Crítica gastronómica

La croqueta del mes

J.M. Bellido Morillas

Bar de Tapas El Reventaero
Camino de Ronda, 101

18004, Granada
 

 

Fidel es un muchacho joven que lleva bigotito y una corbata verde claro. De adolescente tuvo algún trastorno en su organismo, más bien unas purgaciones, por andarse de picos pardos sin ser ni listo ni limpio. La verdad es que tampoco tuvo demasiada suerte. Se lo guardó todo bien callado, para que no tomaran aprensión los clientes de la confitería, y se las fue curando poco a poco con sales de mercurio en el retrete del casino. Por aquellas fechas, al ver las tiernas cañas de hojaldre rellenas de untuosa, amarillita crema, sentía unas náuseas que casi no podía contener”. No podemos evitar recordar las palabras de la inmortal novela de Camilo José Cela al pinchar nuestro flamenquín y ver cómo, calmuda y sin estridencias, una masa opaca es expelida por la uretra de la vianda de sartén. Afortunadamente, el sabor está lejos de la crema untuosa y se mantiene en lo que debe ser un relleno de queso. Hemos venido aquí a hablar de croquetas, pero la naturaleza croquetoide de esta reelaboración del famoso plato andujareño (del restaurante Madrid-Sevilla, antaño templo del flamenco, siempre que los cordobeses no tengan nada razonable que objetar) nos pone en duda sobre la propia identidad de la croqueta. ¿Puede una croqueta o croquetón tener no sólo epidermis sino también dermis, esta, por cierto, harto parecida a la humana? con lo que intuyo que la carne es de cerdo, aquella descrita por Galeno como la más parecida a la nuestra, aunque una primera cata no lo pone fácil: no llegan las cosas, sin embargo, al extremo de la famosa carne de Dios enlatada de los países eslavos, porque sólo Dios sabe de qué es, si no es que esté hecha a base del Dios desconocido del que hablaba San Pablo; al de la mítica calne de lata de los restaurantes chinos o a algunas vomitivas salchichas de oferta de Mercadona; esta carne, ayudada por el queso, es pobre pero honrada. ¿Puede tener un relleno que, aun alejándose del clásico compuesto de bechamel o besamela, nos siga recordando una purgación venérea?

 

Hablo en plural, pero en realidad estoy yo solo en una mesa del restaurante El Reventaero de Granada, en los bajos del Hotel Emperatriz Eugenia. Es un local tranquilo, adornado con numerosos anuncios metálicos de la Cerveza Alhambra en los que la que está considerada por algunos entendidos como la mejor cerveza del mundo hace tributo de reconocimiento a Plzeň o, como pangermanísticamente reza la placa, Pilsen. Suelen llenar las mesas estudiantes, trabajadores y amigos que aprovechan la célebre oferta de tapas (no más de dos tipos diferentes por mesa) de las que bastan dos para que, con la ayuda del pan y las patatas grasientas que orlan cada una de ellas, en la tercera uno esté reventado  y la Casa le ofrezca, como cortesía, un postre, tradicionalmente flan. La posología parece ser siempre eficaz.

 

Prefiero ser clásico en mi interpretación: para mí una croqueta es una croqueta, con rebozado pero sin dermis, porque si empezamos a incluir en ese campo cualquier variante, hasta una patata rellena sería una croqueta, y eso nos sumiría en el caos, la indecencia y la ingobernabilidad. Vamos pues a las croquetas de jamón, que en las fotos publicitarias aparecen como un alegre trío y que sin embargo cuando vienen a mi mesa se han deshecho de la norma de los seminarios numquam duo y gozan de una intimidad envidiable para tratar entre ellas sus idilios croquetales. El semper tres se mantiene si aceptamos el pan como tercer hombre. Camilo (de Ory, no Cela) me manda hacer una crítica y la muestra de tejido es bastante exigua. Lamentablemente no soy Kary Mullis como para multiplicarla, aunque seguramente podrían usarse los conocimientos de ADN para este tipo de cosas en lugar de para las chorradas en que se usan, como descubrir crímenes o identidades de momias chachapoyas. ¿Y qué costaría clonar el ADN de una croqueta y hacer un parque temático al estilo de Michael Crichton?

 

Cierro brevemente los ojos (tengo que hacerlo) para poder captar mejor y sin interferencias (no las hay en demasía, ya dije que es un bar tranquilo o en el que por lo menos se puede estar tranquilo) el bouquet y el retrogusto de la codiciable pieza ibérica. Dista tanto de la fácil consistencia del relleno del flamenquín venéreo como esta de la pastosa crema celiana. No llega a tener la sequedad que tanto aterrorizaba a Santa Teresa en la oración, pero no representa el cuadro de un mundo fácil. Inmediatamente acuden a mi mente imágenes de la Larga Marcha, y me imagino el asendereado destino y largo caminar de los animales que están dentro (por la denominación de la croqueta, cerdos, pero imagino también pollos y otras aves, aunque sólo sea por redondear la imagen del Éxodo). Probablemente su caminar fue sólo espiritual, estando siempre estabulados, pero siento su fatiga y su clamor.

 

Y bueno, que eso, que no están secas pero que tampoco son croquetas de queso frito de recepción de embajada ni presentación de libro, hay que detenerse ante ellas como ante el monumento de una batalla antigua o como ante el indicador de un templo que ya no está. Son dos croquetas, tampoco puedo sacar más de ellas: sé que los críticos gastronómicos están acostumbrados al más furibundo onanismo mental sólo a base de lo que el jefe de cocina de un restaurante molecular o bio-hazard quiera poner en su lengua con un cuentagotas o de lo que le haga olfatear tras esparcirlo con un pulverizador en el centro de la mesa. Y no hablo ya de los críticos de vinos, que dejan a Proust en mantillas, y se lanzan a hablar de experiencias vitales que la mismísima botella del Barón de Münchhausen, en torno a la cual cuenta sus historias a sus amigos, tendría dificultades en producir, y que hacen pensar que cogerse una moña es como ir a un kiosko de chucherías o perderse en un bosque, ya que todo les sabe a chocolate, regaliz, caramelo, salvia, madera añeja, tierra mojada, rosas, tallos, raíces: ¿por qué no a lombrices de tierra? En fin, la croqueta está analizada, y dado lo duro e inflexible que me ha dicho Camilo que debo ser, le doy la puntuación numérica (cosa que odio) de un seis. Dejo, pues en la mesa, la tumba de Miss Croqueta de El Reventaero, aquella vieja gloria, y me acerco a pagar por la experiencia gastronómica, que ha tardado en saciarme tres tapas y no dos como pensaba (no recordaba que el postre no es la tercera, sino que viene con la tercera: la posología, ayudada por las patatas, no siempre calientes y no siempre sueltas, es exacta). Pienso que la Larga Marcha me va a salir más cara de lo que tenía previsto, pero entonces acude otra imagen mítica icónica hispano-china (la Larga Marcha ya ha sido explotada en la portada de un catálogo de la FNAC, que seguramente ofrecerá a sus hípsters madrileños  divertidas portadas con presos turcos leyendo a Albert Espinosa mientras les bastonean la planta de los pies, a judíos desnudos leyendo a Coelho en la cola para las duchas, o a sus predecesores madrileños en esto de la cultura muriendo de sida en una habitación cochambrosa rodeados de novelas de la Generación Nocilla y de Almudena Grandes): el final feliz. Las tres bebidas con su tapa y sus guarniciones, con el postre, cortesía de la casa, salen, al fin, a 6 euros.  ¿Cómo, pues, no recomendar a estas humildes croquetas que valen tanto como cuestan?

 

 

Croquetas
Bar de Tapas El Reventaero

2 € la tapa, con patatas y cerveza

 

Rebozado: 8

Interior: 4

Sabor: 5

Originalidad: 4

Respeto a la Tradición: 8

Relación calidad-precio: 7

Nota global: 6

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