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Con faldas y a lo loco

Nietzsche en Basilea

Ernesto Castro Córdoba

Los textos de Nietzsche que hay que comentar pertenecen a un periodo de su desarrollo intelectual que Curt Paul Janz califica como “los diez años en Basilea” en el segundo volumen de su biografía. Son dos conferencias impartidas el 18 de enero y el 1 de febrero de 1870 en el aula del museo de la Sociedad Académica Libre. Sócrates y la tragedia apareció publicada en una edición limitada solo para amigos con el objetivo de evadirse de las dificultades que encontraba Nietzsche intentando convencer a la editorial Engelmann de Leipzig sobre el valor de El nacimiento de la tragedia. Como cuenta en una carta a Erwin Rohde del 7 de junio de 1871:

Para la historia de la indumentaria antigua Esquilo tiene una significación extraordinaria, ya que introdujo el ropaje libre, la gracilidad, el esplendor y el encanto del vestido principal, mientras que, antes de él, los griegos barbarizaban en su vestuario y no conocían el ropaje libre. El drama musical griego es, para todo arte antiguo, ese ropaje libre.

Friedrich Nietzsche.

Mi librito, cuyo nacimiento, si mal no recuerdo, te notifiqué desde Lugano con auténtico cacareo, se marchita hasta ahora por falta de editor. He desgajado un pequeño artículo y lo he hecho publicar a mis expensas: se trata de aquella antigua conferencia Sócrates y la tragedia. [...] En fin, lo mío tiene todos los visos de acabar en un placer caro: en poseer una biblioteca llena de escritos inéditos, pero, eso sí, delicadamente impresos. 

Sin embargo, hay un problema de fijación del texto. En la edición de las Obras completas en castellano a cargo de Domingo Sánchez Meca figura una versión incompleta que termina con una frase a medio hacer. Sánchez Meca señala que “Nietzsche escribe este texto tras haber recibido de Wagner el manuscrito de su Beethoven”. Pero esto sucede en noviembre de 1870. Así que, o bien Sánchez Meca se equivoca, o bien Nietzsche publicó por cuenta propia una conferencia incompleta que escribió diez meses después de haberla impartido.

 

Sócrates y la tragedia se considera la principal anticipación de las ideas del El nacimiento de la tragedia, y aunque la afinidad temática es extrema, hasta el punto que tienen frases exactas en común, entre la fecha de la conferencia y la del libro pasan ciertas cosas que permiten comprender algunos pasajes difíciles de ambos textos. Un ejemplo: “Sentían, como lo expresaba Aristófanes, una nostalgia tan íntima y ferviente por el último de los grandes muertos, como cuando a alguien le asalta un repentino y poderoso apetito de comer sauerkraut”. La ironía de esta frase resulta evidente si sabemos que Nietzsche padeció enfermedades estomacales constantes tras haber participado en la guerra franco-prusiana como artillero. En cuanto a su desprecio por los alemanes, presente en buena parte del texto, resulta evidente que se refiere especialmente a los prusianos si conocemos el contenido de la carta a Rohde del 23 de noviembre de 1870: “¡Procura irte de la Prusia fatal, enemiga de la cultura, donde los gañanes y los frailes crecen como las setas y que pronto nos anegará, a toda Alemania, en sus tinieblas!”

 

Nietzsche conjugará, sin embargo, este desdén hacia el Estado alemán con una estimación goetheana de las potencias culturales autóctonas, como cuando en El drama musical griego se lamenta de la importación a Alemania del modelo teatral francés, o en La exhortación a los alemanes de 1873 declara que “el alemán solo aparecerá ante las otras naciones como digno de veneración y portador de salvación cuando haya demostrado que es temible, pero que por la extrema tensión de sus más altas y nobles fuerzas artísticas y culturales quiere hacer olvidar que lo es."

Objeto griego con motivos trágicos.

La intención principal de Sócrates y la tragedia consiste en analizar la influencia que tuvo la filosofía socrática sobre en el teatro clásico en su periodo decadente. Según Alaisdair MacIntyre, en el periodo arcaico griego la noción de virtud (agathé) no tenía un sentido valorativo en el periodo arcaico sino meramente predicativo sobre el carácter del individuo. Señalaba la conducta que uno puede tener; no la que uno debe tener. Y la felicidad (eudaimonía) consistía en llegar a viejo, tener mucha prole y morir en cama como los patriarcas del Antiguo Testamento. Dadas las ineludibles obligaciones militares que tenían los miembros de las principales ciudades-Estado, no resulta extraño que la conducta virtuosa estuviera reñida con ser feliz. En esto están de acuerdo tanto los poetas líricos como los épicos. Arquíloco abandona corriendo su escudo en el campo de batalla para poder vivir un nuevo día feliz. Aquiles, por el contrario, está condenado a la infelicidad de una muerte joven porque cumple escrupulosamente sus deberes, que consisten en matar muriendo y morir matando troyanos. Por eso los poetas arcaicos hablan de la kalokagathía, de la virtud y la belleza (kalós) como una sola cosa, porque los virtuosos —como dice el tema de Blondie— die young, stay pretty.

 

Esta idea pierde sentido en la filosofía socrática. Como dice en la Apología de Sócrates, una vida sin examen no merece la pena ser vivida. La longevidad y la procreación ya no son garantías de felicidad sin una conciencia, sin una definición de la felicidad. Ser feliz sin saber en qué consiste la felicidad es un imposible socrático. Y según Sócrates, se conoce aquello que puede decirse con claridad mediante enunciados con capacidad de persuadir en una discusión dialéctica acerca de la verdad que uno quiere defender. Del mismo modo, la conducta virtuosa debe poder justificarse. Virtuoso será quien actúe conforma razones en lugar de hacerlo por carácter. Y así es como Sócrates vincula felicidad, virtud y saber, tres atributos que hasta entonces habían estado separados. El sabio es el feliz y virtuoso por excelencia. Lo contrario es actuar por instinto. 

 

¿En qué medida incide la yihad socrática contra el instinto sobre la práctica artística griega? A través de Eurípides, cuya afinidad con Sócrates era tal que en Atenas se pensaba que el filósofo le dictaba las tragedias. Nietzsche califica a Eurípides del gran crítico, la persona que introdujo la justificación de los caracteres en el teatro clásico, haciendo humanos a los personajes, favoreciendo esa identificación catártica de las pasiones, el miedo y la compasión que —según la Poética de Aristóteles— caracteriza al nuevo teatro ático. Eurípides invierte el dictum de Sófocles: Esquilo no hacia lo correcto a pesar de no saberlo, sino que hacía lo incorrecto precisamente por no saberlo. Nietzsche reconoce, sin embargo, la capacidad de Eurípides de pulir otra característica específica de la tragedia clásica: la falta de tensión narrativa, el desprecio de la novedad como categoría estética. Eurípides introduce en prólogo y utiliza a menudo el final con deus ex machina, igual que Lars von Traer en Dogville, para eliminar cualquier asombro de expectación. El público conoce el comienzo y el final; lo que importa no es el destino o el origen, sino el camino. 

 

El drama musical griego comienza indicando que el drama moderno de los Shakespeare, Lessing y Calderón se parece más a la comedia nueva de Menandro y Filemón que a la tragedia clásica de Sófocles y Esquilo, rebajada por Eurípides para satisfacer al pueblo llano. Y tiene razón. El drama moderno toma la estructura narrativa del imbroglio del Renacimiento para contar varias historias en paralelo donde pueden cobrar protagonismo todos los estamentos de la sociedad. Véase a los enterradores de Hamlet o al bufón del Rey Lear. Lope de Vega, en el Arte de hacer comedias en este tiempo, decía que había que satisfacer a las mujeres creando personajes femeninos que se comportaran como si fueran hombres y viceversa, una inversión de los roles de género que aparece por primera vez y con la misma intención populista en la Helena (y el Menelao) de Eurípides.

 

Según Nietzsche, el origen de la tragedia clásica es el carnaval, cuya función política consiste en disolver la identidad en una comunión estética y extática donde prima el padecer sobre el obrar. Mijail Bajtin no lo hubiera dicho mejor. Pero Nietzsche parece contradecirse: primero sostiene que la tragedia clásica hace “tambalear la creencia en la insolubilidad y fijeza del individuo”, y luego escribe que el coro, el protagonista indiscutible de todas las tragedias clásicas, “no representa a una masa, sino sólo a un individuo gigantesco, dotado de pulmones superiores a los naturales”. ¿Cómo podemos solucionar esta aparente contradicción? ¿Quizás distinguiendo entre el individuo en soledad y en comunidad? ¿Quizás entre el individuo agente y el paciente?

Nietzsche y el carnaval.

Hallamos otra contradicción aparente en las intuiciones nietzscheanas acerca del momento creativo. Por una parte Nietzsche sostiene que “el reino del arte ha de tener lugar por si mismo en la noche profunda”, entendiendo que oscuridad significa aquí sencillez intuitiva  sencillez intuitiva y estupidez del artista,  la oscuridad representa la sencillez intuitiva suponiendo que la noche supone  y por otra parte aprueba que la tragedia clásica, por contraposición con el teatro burgués del momento que simplemente pretende distraer a los espectadores, enajenarlos de sus profesiones y ocupaciones, se representara en el anfiteatro de Atenas “de día y a pleno sol, sin ninguno de los misteriosos efectos del atardecer y de la luz de las lámparas, en la más deslumbrante realidad”. Una forma de solucionar esta contradicción aparente sería discriminar entre dos momentos de la creación artística: la composición y la ejecución; la partitura y la música; el libreto y el recitado. Una distinción que, por desgracia, no casa bien con la teoría de Nietzsche de la tragedia clásica como Gesamtkunstwerk donde intervienen todos los sentidos del cuerpo de forma unitaria. La mejor forma de solucionar este problema sería proyectar la dualidad de la noche y el día sobre las ideas de El nacimiento de la tragedia y entender que representan simbólicamente a Dionisos y Apolo, las dos fuentes de la tragedia clásica. Ambas fuerzas están presentes en la sencillez primitiva, en la estupidez congénita que según Nietzsche deben tener todos los buenos artistas. Su modelo es Thorswaldsen, “que reflexionaba poco y hablaba y escribía mal”.

 

Una idea que vuelve una y otra vez a lo largo del texto es la idea de que no conocemos de verdad a los griegos porque nuestra percepción de su arte está viciado por el esnobismo académico y por la alabanza a destiempo. En literatura comparada los seguidores de Harold Bloom lo llaman angustia de las influencias. Ya lo decía Chesterton en La mala poesía: “Lo peor que hizo Carlyle fue resucitar el culto al héroe pagano. Los paganos, sin duda, le erigieron una estatua a Aquiles; pero no la pintaron de blanco. Lo veían de un modo tan objetivo que no requería de ningún autoengaño”. En la carrera de historia del arte estudiamos cómo Winckelmann se confundía acerca de la pureza, sencillez y blancura de las estatuas griegas porque ignoraba que en época estuvieron policromadas. El Partenón era una horterada de edificio en rojo, azul y amarillo que con el paso del tiempo perdió en color lo que ganó en dignidad neoclásica. De igual modo, de la tragedia clásica solo nos quedan los libretos de Sófocles y Esquilo pero no su performance, la experiencia maratoniana que debían ser aquellas sesiones de diez horas sin pausa de algo que se parece bastante a la ópera.

 

La ópera, de hecho, sería según Nietzche un pálido reflejo de la tragedia clásica. Pero no es cierto que la ópera sea “una caricatura del drama musical antiguo, surgido por una ridícula imitación directa de la Antigüedad, carente de la fuerza inconsciente de una pulsión natural, y formada de acuerdo con una teoría abstracta, como si fuera un homunculus producido artificialmente, como el malvado trasgo de nuestra moderna evolución musical, esclava de rimas malísimas y de una música indigna”. Este juicio solo tiene sentido de hecho para las operetas del siglo XVIII. Händel, Hayden y hasta cierto punto Mozart estaban embebidos de la nostalgia neoclásica de sus mecenas. Pero con el cambio de siglo el género se independiza y se convierte en un fenómeno de masas. De todas formas, resulta extraño que un discípulo de Wagner escriba esta opinión negativa contra el neoclasicismo teniendo en cuenta que sus Gesamtkunstwerke son básicamente orquestaciones de mitología germana antigua. Y según cuenta el diario de Lord Byron, la soberbia del público del siglo XIX se parecía bastante a la que Nietzsche atribuye en exclusiva a los griegos; el derecho a intervenir desde el auditorio:

Últimamente, ha habido una ópera espléndida en San Benedetto, obra de Rossini, que acudió en persona a tocar el clave; la gente lo siguió por todas partes, lo coronó, le cortó mechones de pelo como recuerdo, lo aclamó, le dedicó sonetos y lo festejó, y lo inmortalizó mucho más que a ningún emperador. Toda la interpretación fue como una orgía idólatra; todo el mundo actuaba como si le hubiera picado una tarántula; los chillidos, gritos y alaridos de viva y forza no pararon en ningún momento.

En conclusión, son dos conferencias preparatorias para El nacimiento de la tragedia que tienen algunas contradicciones que el propio Nietzsche salvará en su libro, y desarrollos brillantes sobre la función del prólogo en la tragedia clásica. Dos textos que muestran la pericia del joven Nietzsche filólogo a la vez que apuntan desarrollos filosóficos importantes, con la metafísica de lo apolíneo y de lo dionisíaco en el horizonte, y su ataque a la academia bien presente en la escena. Serán estos juicios, sostener que la tragedia clásica tiene una dimensión dionisíaca evidente y que la concepción que tenemos de Grecia está viciada por el esnobismo académico, los juicios que enfadarán a los maestros de Nietzsche cuando se publique El nacimiento de la tragedia. Nietzsche tomaría a partir de entonces el camino de la filosofía fuera de la academia. Pues ya lo decía Von Willamowitz-Möllendorff en el último párrafo aquella respuesta/panfleto inteligentemente titulada ¡Filología del futuro!:

Ciertamente, yo no soy ningún místico, no soy un hombre trágico, y aquel evangelio podrá ser para mi “nada más que un accesorio agradable, un juego de campanillas que eche en falta, con toda razón, la seriedad de la existencia”, y también de la ciencia: el sueño de un borracho o la embriaguez de un soñador. Sin embargo, insisto sobre una cosa: mantenga el señor Nietzsche la palabra, blanda el tirso, viaje de India a Grecia, pero que baje de la cátedra en la que él tiene que enseñar ciencia. Que reúna tigres y panteras a sus pies, pero no a jóvenes filólogos de Alemania, los cuales en la ascesis y en la abnegación del trabajo deben aprender a buscar ante todo la verdad, a emancipar su propio juicio con empeño voluntarioso, a fin de que la Antigüedad clásica les permita alcanzar la única cosa imperecedera que el favor de las Musas promete, y que en esta plenitud y pureza sólo la Antigüedad clásica puede dar,

      "el contenido en su corazón,

      y la forma en su espíritu”.

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