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Sapos y ceniza

Tesa o el ardor

Berto Zárate

Gerardo Ceballos, hombre lábil, socialista de boquilla, bon vivant y pendenciero, se me acercó una noche de 1980 en el Rockola para decirme que le presentara a Tesa. Yo no sabía de qué me hablaba y me lo saqué de encima con los habituales subterfugios. Como es un tipo insistente, además de generoso, acabé la noche apiadándome de tanto babeo y aceptando algunas de sus narcóticas invitaciones a cambio de mi interesada compañía. Fue entonces cuando despejó sus arcanos:

 

—Tesa, macho, la que canta con el niño.

—Hablas en enigmas.

—Con Bonezzi, macho, que no te enteras, la que canta con Bonezzi.

—Coño.

 

Ya caía, ya. Tesa era la cantante (es un decir) de Los Zombies, a quienes había visto inaugurar El Sol por gentileza de Antonio Gastón a finales del 79. Ceballos masticaba el rumor (falso) de que me tiraba a la muchacha.

 

—A esa chica la habré visto dos veces en mi vida, te han soplado mal —zanjé el asunto.

 

Pero no, no estaba zanjado. Yo sabía, por experiencia, que esa clase de maledicencias no corrían por determinados círculos si no era con intención aviesa. ¿A santo de qué tal embuste? Algún oportunista tenía que haber agazapado en la sombra y esperando su momento para sacar partido.

La cosa es que no tardaría en atar cabos cuando Ana C., con quien entonces tenía un affaire, me sacó el tema. Ana era una mujer joven, guapísima, divertida y frívola en el mejor de los sentidos: lo contrario a una urraca posesiva que pudiera enfurecerse por aquello, aun siendo verdad, que no lo era. Cuando me preguntó por Tesa, de hecho, lo hizo con cierto morbo en la mirada, tal vez anhelando ampliar las fronteras geométricas de nuestros encuentros añadiendo un nuevo vértice donde volcar su pasión.

 

—Eso sí, a quien no le va gustar un pelo —me dijo—, con lo mal que os lleváis, es al tonto de Quintana.

 

Todo empezaba a encajar. Por aquel entonces mi hermana estaba casada con Alfonso Sánchez Quintana, el promotor discográfico de Ana; un tipo de carácter algo autista en lo social pero hábil en los negocios, y con quien mantenía una relación, digamos, tensa, luego de haberle chafado un par de grupos cuando trabajaba haciendo crítica musical en la revista Vibraciones. Él había arreglado un contrato con RCA para Los Zombies través de su compañía de representación y no quería perturbar el ambiente del grupo, que ya empezaba a dar síntomas de agotamiento por los divismos del niño Bonezzi, introduciendo una especie de Yoko en la ecuación. En esta historia (ficticia, recordemos) yo era Yoko: Quintana no podía concebir mayor amenaza para una de sus “joyas” que mi acechante y erótica presencia.

 

Pues bien, ¿quién podía estar interesado en conspirar para enfrentarnos, una vez más, a mi cuñado y a mí haciendo correr tan sucios rumores? Quien hubiera esparcido semejante cochinada debía tener un objetivo claro: arruinar el matrimonio de mi hermana. Si algo hacía temblar los cimientos de aquella relación era la inquina irracional de Quintana hacia mi persona, casi siempre templada por la comprensión y el sentido común de la otra parte. Ana expuso su teoría:

 

—Juliano. Odia a tu hermana incluso más de lo que Quintana te odia a ti.

Bernardo Bonezzi y Tesa.

Equilicuá. Aquella vileza sólo podía ser obra de un tipo sin imaginación como Juliano. Hay gente que a día de hoy, para lacerar, sólo sabe inventar queridas y vulgaridades así. El tomate era evidentísimo, y si no había caído antes era porque personajes tan anodinos como éste suelen pasarme desapercibidos, y procuro no retener su gris existencia en mi memoria. Ana, que estaba enterada de todo lo que se movía en aquellas oficinas gracias a sus andanzas pegamoides, sabía que Juliano, secretario de la agencia de representación, mano derecha de Quintana y cuelgacapas profesional, sentía un rencor infinito hacia mi hermana, que por ser infinito, eso sí, no era exclusivo ni, lo que se dice, personal, pues se extendía a todas las mujeres que alguna vez habían tocado a Quintana. Juliano era una especie de Smithers antes de Smithers: limpiaba allá por donde iba a poner el pie Quintana, le organizaba la agenda, le pagaba alguna que otra deuda y le hacía la cama, para luego quedarse mirando con el ceño fruncido por la cerradura de la habitación cómo las preferencias íntimas de su paternaire en los negocios eran bien distintas a las que él anhelaba.

 

Luego de confirmar con un par de llamadas que la fuente original de aquella invención era su boca, me propuse vengar la afrenta de Juliano arrebatándole lo que más estimaba: el favor de su amo. Concerté un encuentro con Quintana por mediación piadosa de mi hermana, no sin antes prometer una conducta impecable y ser besado varias veces en la frente con desasosiego, “a ver lo que le vas a decir, a ver lo que le vas a decir”. Mi serenidad, en cambio, fue olímpica, pues acudí a la cita en su despacho de la calle Carral con la naturalidad de quien nada tiene que ocultar.

 

—Vengo en son de paz.  Alfonso. Si alguna vez hubo rencillas entre los dos, por mí pueden quedar enterradas.

—…

—Digo que vengo de buen rollo, de buena onda —le sonreí. Él fumaba su pipa, impertérrito; la mirada lela y el gesto altivo.

—Al grano.

—Es por lo de Tesa.

—No, si ya me han dicho, ya.

—Todo mentiras, suciedades. ¿Has hablado con la chica?

—Ya me han dicho, ya —repitió, mascullante.

—Oye, que no la conozco de nada, no creo ni que ella sepa quién soy yo, pero, aunque fuera verdad, ¿te incumbe acaso?

—…

—Digo que qué coño te importa.

—Me importa mucho: ella es una inversión. Tú lo estropeas todo.

Quintana era un tipo obtuso en la conversación y casi diríamos que en la vida en general: poco o nada podía sacar de él con explicaciones y relatos donde se expusieran los hechos más o menos científicamente. Para captar su atención y benevolencia tenía que hacer sonar el clin clin de una caja registradora en su cabeza, único motor mental para quien abrigaba las ambiciones intelectuales de un besugo.

—¿Conoces a Ceballos?

—Ceballos…

—El productor de televisión.

—Ah, sí, conozco a Ceballos. Un cantamañanas.

—Lo es —confirmé, pues no era cuestión de dulcificar la realidad.

—¿Qué puede ofrecerme un cantamañanas? 

—Un favor.

—¿Qué favor?

—El que me debe a mí.

—Ja.

—Ni ja ni leches: escucha. Ceballos tiene mano en Aplauso. Podemos llevar allí a Los Zombies.

—¿Podemos? Tú no tienes nada que ver con Los Zombies. ¡Ni conmigo!

—Escucha: tú crees que me beneficio a la chica esa y estás equivocado, pero lo que de verdad me duele es que pienses que voy a destruir tu negocio.

—Vete de aquí, no tengo tiempo.

—Ceballos es íntimo de Martín Cabañas. Él puede meternos en Aplauso.

—No sé.

—Yo sí lo sé: el programa es una bomba y si llevas a los chicos te harás de oro.  Van a sacar nuevo single, ¿verdad?

—Hsmfs —eso era un sí.

Los Zombies, Extraños juegos.

Ya lo tenía en el bote. Quintana era un hacha para colocar a sus chicos en la radio pero un tarugo cuando se trataba de negociar con televisión: ese mundo le superaba completamente. Acabé por convencerlo al ratificar mi desinterés total  por comisión alguna. Salí del despacho con su permiso para negociar la actuación y preparar los ensayos y mi promesa de no pervertir a Tesa. Quintana, que en paz descanse, era un ser adusto pero de simplicidad supina: con sólo mencionar un directo en hora punta, los ojos se le hacían tragaperras y era capaz de encontrar fabuloso lo que cinco minutos atrás le parecía apocalíptico. De camino al ascensor me crucé con Juliano, que volvía de hacer lo que mejor sabe (recados), y le guiñé un victorioso ojo de pura revancha.

 

La negociación ni siquiera fue tal: Ceballos concertó una reunión a tres bandas con Cabañas y la cosa se arregló en cinco minutos. Diego Manrique había estado hablado bien de Los Zombies por ahí y ya entonces era un tipo al que se escuchaba. Tengo la certeza de que aun sin mover un dedo yo, el grupo habría acabado saliendo en Aplauso, aunque seguramente más tarde, y peor.

 

Digo peor porque los ensayos requirieron trabajo.  Tesa, precisamente Tesa, era un desastre cuando salía sobria al escenario. Cuadraba a la perfección con el prototipo de chica de la movida: no sabía hacer nada, no tenía ningún talento, pero del escenario no la bajaba ni Dios. El problema era que le faltaba gracia: cuando iba bolinga, sus cucamonas tenían un pase, pero si no, daba pena verla. Yo quería convertirla en la Lola Flores de aquella crítica del NY Times (“no sabe cantar, no sabe bailar: no se la pierdan”), así que me inventé una coreografía que, de tan sosa, de tan bizarra, de tan subnormal,  sólo podía ser un éxito.

 

Supe que Juliano insistía en gestionar de su mano los ensayos con el programa. Yo le hice saber a través de mi hermana que no iba a participar, que la actuación no era de su incumbencia y que hablaría con la seguridad de Televisión Española para que no le permitieran el paso al estudio. Parece ser que se rió mucho de mis advertencias y volvió a decir que entraría de todos modos. El caso es que el día de la emisión los dos cumplimos nuestra palabra: fue y no entró.

El espectáculo fue como la seda, quedando el momento recogido para la posteridad como el más memorable de la breve historia de Los Zombies y uno de los más representativos de aquella cosa de la Movida, que yo tanto desprecié. La danza de Tesa fue símbolo de todo aquello que vivimos, un paréntesis de estupidez entre el franquismo y su continuación cosmética. Creíamos estar pasando del blanco y negro al technicolor cuando más bien hemos acabado viviendo en una copia coloreada para televisión.

 

El grupo se acabó deshaciendo a los dos años. Un proceso natural: la egolatría de Bonezzi era tan mala para la convivencia como la marcianidad narcótica de Tesa, a quien acabé viendo de forma esporádica sin que nadie lo supiese.  Fue un final para esta historia tan previsible como secreto. Recuerdo pasar un fin de semana con ella y otra chica bastante zumbada confinados en una habitación enteramente pintada de negro. La última vez que la vi fue en la penosa reunión de Los Zombies, hace dos años en la Sala Caracol. La cosa se montó para animar a Bonezzi, que no estaba obteniendo el éxito que su rentrée merecía (se podría decir lo que se quiere de él, pero aquel último trabajado era maravilloso hasta en sus tramos más ridículos). A la reunión acudimos un montón de viejos dispuestos a chapotear en la nostalgia. Alguno hasta tuvo la ocurrencia de llevar allí a sus nietos. No aguanté ni dos canciones, tuve que largarme porque aquello me enfermaba. Más tarde pude ver unos vídeos en Youtube donde Tesa, con sus payasadas, conseguía robarle todo el protagonismo a Bonezzi, que se suicidaría unos meses más tarde.  

En esto hemos quedado los de la generación liberada. No sé si somos vampiros de la nostalgia o verdaderos zombies que no acaban de encontrar el ambiente adecuado para descomponerse. Veo que Tesa tiene abierta una página de Facebook para que sus fans le tiren flores. También yo estoy echado a las redes, e incluso Bonezzi tenía un perfil abierto desde donde un inocente Conrado Xalabander le gastaba bromas que terminaron volviéndolo tarumba. Es normal que acabemos todos agonizando en el mismo estanque. Tal vez un nivel generoso de “me gustas” pueda balancear la melancolía otoñal de sabernos extinguidos. Yo, por mi parte, qué puedo hacer sino recordar esos bailes subnormales de Tesa bajo los focos. Tanta mierda nos metíamos por la nariz, las venas y los pulmones en aquellos tiempos, y mira cómo hemos acabado, querida amiga, volviéndonos adictos a la droga más vulgar de todas cuantas hay: la memoria.

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