top of page

Sapos y ceniza

Lo de pedro

Berto Zárate

Lo de Pedro es un poco lo normal, lo que tenía que pasar. Tanto va el cántaro a la fuente, etcétera. Hay un montón de refranero protocolario para definir lo que le ha pasado, un giro de trama tan efectista como el de Mamá Bates, sólo que mucho más previsible: al fin y al cabo, a Pedro lo hemos visto travestido desde el minuto 1 de la película. Y no me refiero al corpiño, ojo. Hablo de ese chaquetismo militante. Algún día tenía que pasar, con el bandazo por ideología y esa avidez casposa de poder. En fin.

 

Conocí a Pedro en un cabaret del Paralelo, allá por finales de los 70. Se me acercó, bastante más sobrio de lo que yo estaba, y deslizó su deseo de que trabajáramos juntos.

—Según Yale eres total —me halagó. Tenía la camisa más limpia de todo el local. Ni un lamparón ni un pelo de coño. La verdad, no sé qué hacía allí.

 

—Pues dile de mi parte que se vaya al carajo —contesté. Mientras tanto, Young hearts run free sonaba de fondo.

 

Yale le había insistido mucho conmigo a Pedro, supongo que porque le hacía sombra en la redacción de Interviú y quería librarse de mí. También le había advertido de unos cuantos defectos, todos ellos falsos. Básicamente, había cogido los suyos y me los había colgado al cuello, amplificados. Que si le daba a la botella y tangaba dietas y las furcias y no sé qué. Yale era un bocas, uno de los periodistas más sueltamierdas con los que he trabajado, aunque también de los más perspicaces.

 

—Entonces, ¿qué te parece? —Jota me contó su proyecto. Ya andaba, por aquel entonces, haciendo cábalas para auspiciar un golpe en Diario 16: quería ser director.

 

—Me parece que te vas a comer una mierda.

Y no me faltaba razón. Con Ramón Bosch, a quien conocía de mi etapa en Pueblo, metido en Grupo 16, ningún niño pijo de los Maristas iba a pasarse de listo a base de intrigas. Pedro tuvo que esperar hasta la nueva década para hacerse con los mandos, y entonces, ya sí, me llamó y empezamos a trabajar juntos.

 

El director de periódicos más veterano de la Europa actual es un personaje cautivador pero pringoso. Un Ícaro enigmático que ha sabido resarcirse cada vez que el poder le ha chamuscado las alas. Conmigo sabía que no se las podía dar de listo. Entre Diario 16 y El Mundo me echó, ¿cuántas?, ¿cuatro veces? Puede que fueran cinco. No lo recuerdo, y eso que tengo memoria de astronauta, suponiendo que los astronautas tengan buena memoria.  Qué más da: el caso es que, por hache o por be, siempre acabábamos a la gresca. Solíamos tardar poco en perdonarnos, si es que nos molestábamos en hacerlo: lo natural era seguir trabajando como si nada.

 

Hasta la última vez. Todavía estoy esperando que se disculpe por implicarme judicialmente en la horterada ésa del vídeo. No sé qué merluzo le convencería de que le había pasado el infamante documento a Miguel Ángel Aguilar. Vamos, hombre. Como si a Miguel Ángel le excitaran esas cosas. Como si le excitara “cualquier cosa”, en general. Todo el mundo sabe que es un tipo sin erotismo. Le apartas del Imperio Romano y de empinar el codo, y nada le motiva, nada le saca de la apatía. Pero Pedro decidió no considerar ese hecho científico y se agarró al bulo argumentando dos cosas: mi incomodidad el día que se trajo el tema al periódico y mi supuesta amistad con Rodríguez Menéndez. Esto último es una sandez goyesca. Jamás trabé amistad con el seboso interfecto. Mi interés en él era puramente estético, lúdico, y si se me apura tropical: el origen ecuatoriano de los estupefacientes que corrían en sus fiestas era algo inaudito por aquel entonces. Pedro esto lo sabía, pero decidió ignorarlo.

Respecto a mi incomodidad el día que salió el tema, habría que explicar dos o tres cosas. Pedro trajo el vídeo a la redacción y, atención, nos lo puso a todos. Sí, sí: nos obligó a verlo. Tal vez retuerza un poco los resortes de mi memoria si añado que lo hizo con una sonrisa, pero, en cualquier caso, no parecía afligido, o al menos no todo lo afligido que está uno cuando se sabe chanza nacional por beber pis de negra.

 

—Quiero que lo veáis.

 

—No, Pedro, no, estamos contigo, nos da igual, en serio.

 

—Quiero que lo veáis.

 

Y así hasta que lo puso. Me pareció un acto depravado, y así se lo hice ver.

 

—Yo también puedo traer aquí unos vídeos de mi cosecha —más de una chica de la redacción se estremeció al oírme decir aquello.

 

Pedro pensó que no me tomaba en serio su problema y, con ésas, me largué de allí, ignoraba entonces que para no volver. Tanto da: los hechos están claros y hay una sentencia que lo constata, donde sólo se da mi nombre en clave absolutoria. No espero ya disculpas ni perdones. Si acaso, que se  presente en otro bar, con atildada donosura, y esa elegancia extraterrestre de quien no se sabe qué hace entre la mugre, y me diga:

—Es tarde: a trabajar.

 

Ahora, que ¿con Miralles por ahí? Lo dudo bastante. Él y Miguel Gómez son el dúo lamemedias, pero en el sentido bobo del término. Se puede ser pelota sin ser imbécil. Ninguno va a permitir que, sea lo que sea lo que invente Pedro, vuelva la vieja guardia. Toda corte es siempre rutilante y va mudando lenguas según las puñaladas. Pedro no atiende a los agentes cambiantes mientras su trasero siga limpio y bien talcoso. No le culpo mientras siga molestando, que de eso va el periodismo. Se lo dijo Alfonso Rojo en un puticlub de Chamberí:

 

—Joder, joder y joder. Ésa es la clave. Mientras tú jodes, no te están jodiendo.

 

—Si de verdad crees eso —replicó Pedro, poniéndole una mano en la rodilla—, no envidio el sexo que debes tener en casa.

 

Entonces nos hizo mucha gracia. A Alfonso menos. Tiempos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*Ilustraciones de Andrea López

bottom of page