Firma invitada
Aleluya
Unai Velasco
Arrojábamos cal viva a las mansiones temibles
y por eso nuestra alegría era más blanca.
Quizá ninguno dijera jamás
nunca una palabra sobre el júbilo
pero es cierto que no podíamos dejar de hablar
y sacudirse el salitre llegó pronto,
pronto llegaron las costas y fue cierta la bahía,
nos convencieron los acantilados.
A veces nos enfundábamos mal las mallas verdes y los ojos se abrían
y nos confundíamos como reptiles
o el pelo se nos ponía lacio, somnoliento y fingido
o íbamos por ahí con los dedos detenidos de hadas,
pero siempre había alguno que trastabillaba a medio calzón
y en seguida saltábamos y el puerto se llenaba de luces,
suficiente para seguir conversando, golpeando las mesas,
alborotando el pan. Anochecía al este de la isla.
Anochecía como una industria secreta,
un país alargado de códices, parlante y silencioso,
que averigua mástiles tras la vegetación.
Así que este es el país que crece hacia adentro,
este es el país del árbol inmenso
y bailábamos a su alrededor esforzando a las aves
a su alrededor del árbol
inmensos alígeros en sombras sospechosas
con transparencias estrictas del país
inmenso bailando
bailando
alrededor de un árbol en el país
con festines transparentes a qué son por los puertos
al pie cantando
en el puerto cantando los apaches pies peluches
sin sombra, sin sombra.
También hubo momentos en las playas lúcidas
para confesar que apenas sabíamos el nombre de los árboles
que en nuestra lengua no crecía el gran magnolio ni la menta medicinal,
pero el agua disimulaba las piernas y los cangrejos dijeron
enmudeced.
Habíamos pasado los días antiguos de andar la tabla
de esquivar las culebrinas de tambor dorado,
se nos pusieron los pies duros
y la ropa envejeció.
Al fondo, quieto, un farallón:
el tiempo empobrecido por las anémonas.
De El silencio de las bestias (La Bella Varsovia, 2014)