Punto de bosta
Agua
Camilo de Ory
Pese a que es algo inodoro, incoloro e insípido, además de abundante hasta extremos inabarcables, le tenemos bastante aprecio al agua. Parece tan evidente que no podemos vivir sin ella, hemos oído tantas veces que se trata de la materia que nos conforma, nutre y mantiene vivos, que no nos paramos a pensar que el agua es, conceptualmente, lo más parecido a la nada después de ese aire sin el que tampoco podemos sobrevivir. Así somos nosotros: gente paradójica que respira y bebe porciones de nada con la fruición del que deglute un Todo imprescindible, con la desesperación del que lame el sexo abierto de una diosa que ha jurado abandonarnos mañana (sé que la comparación no es oportuna, pero no veía otra manera de darle el acostumbrado tono picante a un texto que se brinda tan poco a ello como este).
Valoramos más el agua y el aire cuanto más puros, es decir, carentes de sustancia son. El agua es un fluido provisional que te moja y se seca como si nunca te hubiera mojado. Le tira uno un cubo de agua a un peatón y al rato, tras manotear y blasfemar este buscando un enemigo en los balcones, parece que jamás le hayan arrojado nada, especialmente si estamos en verano y el sol ayuda como suele a que las cosas ocurran, germinen, crezcan o ardan. El agua, igual que su primo hermano el aire, se mantiene en una especie de equilibrio bipolar entre el existir y el no existir, practica una suerte de suspense ontológico que constituye su principal aliciente y nos mantiene en vilo, en un no saber si hoy al fin lloverá o las nubes de ahí al fondo no cumplirán lo que (como suele ocurrir con las señales confusas) hemos querido tomar por una promesa.
Un exceso de agua (un exceso de nada) puede sentarnos mal, y si no que se lo pregunten a las víctimas de tsunamis, inundaciones y eventos bíblicos. La nada en exceso convierte la tierra por donde pasa en un erial, esto es, la contagia de su vacío. Con el agua, como con todo, como con la nada, el truco está en la moderación y en el sentido común: acercarnos el vaso a la boca es el sistema más seguro para relacionarnos con ella, por más que un bromista pueda llegar cuando estamos bebiendo y darnos un golpe en el codo. Si metemos la cabeza en el cubo, le brindamos al bromista la posibilidad de llevar la cosa un poco más allá y convertir nuestro todo existencial en nada mientras salpicamos, pataleamos y luchamos de manera infructuosa por cambiar el agua por su gemelo el aire, llenar nuestro pecho con un par de litros de este e incurrir en la rutina salvadora de respirar.
Razonando de acuerdo con lo hasta ahora expuesto, morir así será morir de nada, pero sin ningún género de dudas también morir del todo, porque una muerte líquida puede ser tan sólida como la inducida por la más pétrea de las lapidaciones. La misma medicina que en la dosis adecuada (un refrescante vaso al término de la travesía del desierto, una cópula paternal y procreadora en el tálamo nupcial o las dependencias anejas) nos regala la vida, en una mayor medida (una ola embravecida que te aplasta contra la escollera, una violación múltiple con homicidio final) nos la arrebata de la manera más molesta y dolorosa. Porque lo de no dar agua al enemigo es una cosa que está muy bien como consejo general, pero no hay que olvidar que los chinos exterminaban lentamente a los suyos dejando caer una gota sobre su cráneo y que a los gatos indefensos y recién nacidos que molestan siempre se les ha metido en un saco y ahogado en un barreño, y nada de eso es casual.